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André Cruchaga


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MEMORIA DE MARYLHURST O LA NIEVE SOBRE LAKE OSWEGO

Doors of the Future por Andreas Segovia

MEMORIA DE MARYLHURST O LA NIEVE SOBRE LAKE OSWEGO

por André Cruchaga




PALABRAS DEL AUTOR

En este libro que he titulado Memoria de Marylhurst, reuno poemas escritos en Oregon. Cualquiera podría suponer que es fácil esta manera de escribir poesía; pero no es así. Los ojos y la sensibilidad del poeta son más que una cámara. Es la emoción iluminada que desborda su cauce ante la fuerza impetuosa y el cromatismo de la naturaleza. Es en fin, una sucesión de ventanas por donde estra y sale su generosa fantasía.

Jamás supuse escribir un libro con tanta vehemencia; porque hacerlo hubiese significado forzar esa manera íntima del fuego del poeta. Estos versos son, trocitos de vida que nacen del sentimiento y la admiración por lugares y personas: savia y estímulos exteriores para los hontanares del alma.

Sin duda, el conjuro humano es patente. Lo es también el agradecimiento. Este viaje despertó en mí, un gajo de mariposas y luciérnagas de rotunda embriaguez que han quedado indeleblemente en mi memoria.

Dice un escritor español que “amar y andar”, parodeando a Neruda, son los condimentos que hacen posible los libros. Creo ciertamente en ello; pero creo, por sobre todas las cosas en la poesía. Y esta manera de desnudismo personal, es también, una manera de agradecer a todas las personas que hicieron posible mi viaje.

Y, así, queda claro que, la poesía no sirve únicamente para desnudar el alma, sino igualmente, para agradecer. Mi sangre tímida, no obstante, se entrega cuando la ilusión desborda sus deltas. De esta forma reanudo, —con deleite, pero también con agonía—, los afanes que el tiempo me prodiga.

MEMORIA DE MARYLHURST
“Te tropezaste en el sueño, bajaste un escalón que no había. El hipo de tu marcha fue desplome intermitente de tu feto acordándose de ti. Te asiste del lodo de tus emociones y recuerdos, e incendiaste en tu caída las vetas del tiempo: firme mineral, ceñida funda de raso, en que te precipitabas ungido de libertad y viscosidades. Y otro escalón que no había te llevó a las bóvedas de la belleza durmiente sin encontrarse en el hipar del paralelo del sueño roto por recio chasquido enjuto que con sobresalto te incorpora. ¡No, no! Ilesas están tus bolsas de polen. Un calosfrío de sangre te escurre de los hombros: te cortaron las alas. Eres ya un insecto con corbata que mide el tiempo en los relojes”


La palabra no cabe ante los árboles.
La voz se vuelve rito de fosforescentes coníferas.
Repaso mi infancia y mi fantasía.
El sueño arde y navega entre ríos helados.
Oregon es para inventar los olores
Entre el aire y las sombras del delirio.
Hoy es una certidumbre, no el sueño
Que pueda abortar la Esperanza.


La ciudad de Portland me devuelve el fuego.
Tiene el imán del Universo. Secretos de espuma.
Yo gimo junto al paisaje y al río Willamatte.
Aquí el sueño se vuelve clamor anhelante.
Las alas se fortifican en la desnudez
Geométrica de cada transeúnte,
En el reloj que marcan las sombras del horizonte.
Entro a ella, henchido, con un oleaje
De perpetua religiosidad y vehemencia.


Cierro los ojos para internalizar el gozo.
Un río rumoroso desciende a mis ojos:
Siento las aguas, como el cuerpo que me desnuda;
Y luego crepita de espesas lámparas...
Oregon es un espacio vegetal, donde las alas,
Se confunden con los párpados del tiempo.

Yo voy por las calles, con mis manos frías,
Recogiendo esa imagen que sólo dan los espejos.


Respiro lento. Sueño entre la nieve.
Soñar con la nieve, en mi país,
Es tener atezada la mente de hollín:
Significa que el poeta se fuga de la realidad.
Sin embargo, esa es una languidez,
Que nada tiene que ver con las vetas de la poesía.
Aquí he visto nacer de nuevo,
El oleaje de múltiples espejos,
Que vibran en la dureza de abetos y araucarias.


Me gusta aquí, el ramaje silencioso.
Esta ciudad se envuelve en la orfebrería
De las hojas. En los ojos olorosos
De la resina que inventa el tiempo.
De tarde en tarde, mis ojos, han ido recogiendo
Los profundos cotiledones de la tierra.
De tarde en tarde, las vitrinas de Portland
Me envuelven con su aliento de vaporosa neblina.


De donde nace la nieve emergen ríos profundos.
El invierno y las noches crecen
Como trenes hipnóticos, como cántaros boscosos.
Amo lo que proviene de la naturaleza:
Las vestiscas que humedecen las sienes,
El agua que crece derretida lavando flores y raíces.

Mis ojos convierten enclaridad todo lo que ven.

Un tambor vegetal sube al entendimiento.
¿Qué horas son? —pregunto en el aeropuerto.
Olvido que en estos el tiempo es amaranto.
El río incesante de Heráclito es cierto:
Piernas, zapatos, ojos, cabelleras, existencias.
¿Qué hora es? —me digo a mí mismo.
Luego pienso, (con un cigarro entre las manos)
Que los viajes tienen algo de razón y desvarío.

El fuego de mi pecho palpita al entrar
A Woodburn con su húmeda caligrafía rusa.


Portland, Salem, Lake Oswego, Tigar,
Woodburn, Oregon City, Hillsboro,
Cornelius, Tillamook, Eugene, Aurora...
Hay un desasosiego ante lo desconocido.
Entre el mar y las montañas:
La ilusión se ensancha de húmeda locura.
Es creo, la fantasía del primer viaje.
Los ojos ven crecer la nieve en el horizonte,
Con súbito fulgor espectante.


Marylhurst. Faculty house.
Medianoche del tiempo. En mi memoria,
La luna me saluda muy ceremoniosamente.
Vuelvo la cara hacia el cielo.
Las horas avanzan en toda la ciudad universitaria.
Yo, sin embargo, espero que los freeway
Y sus semáforos le den paso al alba.


Estoy en Lake Oswego. Portland u Oregon.
El sol es un pájaro ciego. Siempre es así.
Desvía sus pestañas hacia el trópico.
Hace frío, es cierto. Aun con bufandas
Y abrigos. Pero hay alegría en el carrousel
De las ardillas. Los árboles conmueven
Mi espíritu. ¿Quién le dio tantas hojas al otoño?
Entre las coníferas soy maple o araucaria.
Soy un ave, también, que el viento del Columbia
Sostiene en sus vehementes columpios...


Marylhurst es un antiguo monasterio.
Aquí sólo me acompañan: el bosque, el río: el agua.
Los sonidos y los fantasmas de Portland.
Mi alma se afirma en la exploración del reloj:
Es una emoción cerca de la cima del Mount Hood.
Mientras, la noche discurre como una embarcación
Solitaria. Con el calendario enfrente no duermo:

Las viejas telarañas y agónicas manías de la libido me socavan.

“En otoño el árbol llora sus hojas por amor al pleamar descabellado y el sigilo porta al día en la cadera como una mujer su cántaro rumoroso. En cambio yo, estoy lejos de la voluptuosidad y de la constelación que trina. Estoy desollado como un pétalo de alcachofa. Y claro: gimo en abierta contradicción con el paisaje, pues no se trata de inventar melancolías gratas al oído sino de aullidos que duran cada día un segundo más de lo que dura cada día. No sirve hablar de la intemperie tranquila a causa de tanta luna. Los cóndores de la sequía anuncian que estamos en vísperas del vértigo rojo, en vísperas de un
tremendo ahora eterno. La sangre y las manos sólo en crimen se saludan. Mas no te intimides, porque para ti —para cada quien sea un tú— me atrevo a decir: “cuando la fatalidad te hiere, si en verdad eres duro, sólo arranca de ti otra FACETA”.

En las calzadas de Marylhurst gira el temporal
Del otoño: las nueces se resbalan
La tarde es un pedazo de esa noche lentísima.
Hay frío y vegetación. Hay tenues nubes.
Desde alguna parte, el río de la oscuridad
Será llamado para poner la claridad,
En este inmenso paraje de árboles cromáticos.

Ya nunca será igual después que, el horizonte
Tiene otro hálito: el húmedo titubeo de la nieva.


He caminado alrededor de maples y olmos.
Es reconfortante el albedrío del follaje.
Los cuervos dan saltos bruscos;
Como un escupitajo emergen sus cacofonías.
Es el primer pájaro que navega en mis pupilas.
La primera sombra que aletea.
El primer síntoma del vuelo entre los encajes de la niebla.

Lo he visto cuando sangra mi pensamiento
Tras los lentísimos guantes del cierzo.


El Mount Hood juega en mis pupilas.
La nieve que a la distancia parece
Una extraña campana del alfabeto
De Marylhurst. Hoy lo ha cubierto
La claridad de las palabras. La tinta
De mis pensamientos. Mi tiempo vital.

En la distancia, un sol tenue lo ilumina.

La luz balbucea senectud de pájaros.

La nieve, nardo de plumas desprendidas

Del Japanese Garden, de Aloha y Cornelius.


Un vientecillo leve roza mis sienes.
Todo es real: el rojo o amarillo de las hojas.
Los pinos se precipitan sobre la yerba.
Están cayendo las hojas y hacen su remanso.
El follaje es una campánula de sueños
Suspendida en un lienzo pintado por Joan Miró.


Las pestañas de la claridad son patentes
En Nilda Simms, Catarino Soto, Susan, Evan,
Miguel Valenciano. Son patentes, digo,
Como las aguas del amanecer, como las espiras del laúd.
Ellos y ellas son agua que los ojos recogen en la palabra.
Desde que los y las conocí —con un rosario vespertino—
Llameó el azul: es decir, la esperanza.

Ellos son un cinturón de caminos en el frío.

Ellos que sueñan y hacen soñar. Ellos, pálpito

Del nogal y encarnación plena del maple.


Shoen library. Abro las pupilas de mis ojos.
Entre el soliloquio de los libros,
Encuentro una antología de Rafael Alberti.
Este hallazgo, significa, una acertada
Exploración entre el misterio habitado de las estanterías.

(entre la diversidad suculenta de las estanterías,
los pájaros de mis ojos, vuelan sobre rojas veraneras)

y así, en este caminito de niebla,
encuentro, transparente a otro confidente.



Me levanto a reverenciar el cierzo de la mañana.
Busco, incesantemente, el rojo de la humedad,
Los hilos del frío que golpean en la garganta.
El sonido del viento se tiende sobre mis sienes.
Es entonces, cuando me veo subiendo,
A la más infinita piel de los bosques.


He aprendido que la vida es reto y aventura.
Vivo en la nueva tierra que veo;
Por eso como abeja aleteo saliendo del panal;
Por eso, en vez de sepultar, desentierro,
El anillo más vasto de la vitalidad humana:
El esfuerzo de los días que arden como besos,
La atalaya del movimiento entre la miel
De los espejos y las bisagras del destino.

Yo sueño con las hojas que silvan caminos.

Yo celebro la rosa de Portland y Marylhurst.


Busco un relámpago en este pálido cielo.
Busco el fragor del fuego en los párpados.
He ido cavilando tras la campana del otoño:
El designio del día me dice que asuma
Las distancias del sueño y el mar,\\.

Yo me alegro y diluyo en la oscuridad del cuervo.

Yo tomo la palabra con la humildad de la madera.

Y así nacen los días en los dormitorios
De la Faculty con un desmedido canto intemporal.


Anochece. La luz se diluye en la boca.
El hilo de la memoria te trae, amada,
A esta tierra donde las vocales giran
En el frío. Te veo entre la materia y el sueño;
Entre la hojarasca y la orfebrería de las sábanas;
Entre los frutos: una manzana te define:
La fuerza de un suspiro, los dedos del crisantemo.

¡Ah, las uñas del deseo en mi alma!

¡Ah, los lirios rosados de tus piernas en mis ojos!


Hoy emergió la nieve. La blancura.
Yo cogí sin cesar un puñado con las manos.
Las mejillas arden en este trajín
De ir y venir al Clark Commons.

Cada mañana, Marylhurst,
Me retrata con su bufanda de niebla.

De pronto, creo que, toda esta geografía,
Es como el corazón blanco del mar.


“Reencuentro con viejos personajes al leer en voz alta el David Copperfield. ¿En qué se ha convertido Urías Heep dentro de uno, y cómo era realmente?

Pero también están los personajes olvidados que, de pronto, uno aferra como por la punta del abrigo: ahí está aquél, ¿cómo era?, ¿es él realmente?, no, es totalmente distinto, la punta del abrigo es la misma, pero dentro del abrigo hay otra persona. Hay personajes que entonces, por ser uno demasiado joven, no le causaban ninguna impresión. Estos nos asombran, muchos de los mejores están entre ellos.

Dickens forma parte de los escritores desordenados, que parecen ser los más grandes entre los grandes. En la novela, el orden empieza con Flaubert. Nada hay en él que no haya sido tamizado. El orden alcanza su perfección en Kafka, cuya repercusión se debe también a que hemos sucumbido a muchos órdenes distintos, órdenes que han ido consumiendo la vida y cuyo predominio y superioridad sentimos en todo lo que existe de Kafka. Pero él aún respira, un aliento que extrae de la fiebre confesional de Dostoyevski y que dá vida a sus órdenes. Muerto estará Kafka sólo cuando estos órdenes se desbaraten”.


Me llama ese sonido de los pinos a medianoche.
Las gotas de agua que sin tregua bajan. Los galopes del tiempo.
Por las mañanas salgo a quitarme la fatiga;
Me siento sobre la hojarasca, sobrellevando,
Inminentes latidos, una ausencia de párpados.

El alamo, sin embargo, me dá su color y contextura.
Así reuno las estaciones en mi sueño.


Yo converso con los bosques de Marylhurst,
Con la ardillaniño que juega en la hojarasca.
Ahora este bosque es un libro
Con toda la caligrafía húmeda...
Cada hoja es una página con su propia resonancia.
Cada paso es audible en el silencio de la madera.
Cada rostro es una forma del otoño.
Cada pensamiento, cisterna de golondrinas.


Sobre el césped duerme la nieve.
El frío me dice con desproporción desmedida:
Ahora estás doblemente solo:
Tienes toda la nostalgia de las sábanas
Y el meteoro del rayo que no llega del trópico.


Mary me devuelve la diafanidad del cielo.
Beso tus manos. La miel de tu amistad.
Tigar inventó tus ojos, la flauta de tu voz.
Tu corazón está envuelto con bufandas de luz
Donde puedo ver al cuervo. Y oír su líquido canto.
Sé que ahora la nieve se impuso sobre las pestañas
De tu habitat. Yo suspiro ante la audacia de lo blanco.
Y, a diferencia del tiempo y el silencio,
Desde mi casa, siento tu lejano olor a coníferas.
Reescrito, Casa de la Yedra.


Marylhurst es una alegoría:
Por fuera el Willamatte se derrama;
Por dentro, el color se aferra a batallas:
Vivir en la espesa memoria de la cruz.
Otoño, Oregon de 1993.

ELEGÍA DE LAKE OSWEGO
“Vivir? ¿Florecer?... Es un enhiesto álamo de puntillas que contempla la tierra con ojos color de valle de su infancia. No tiene edad, país ni apenas nombre: Rosa. Tiene tan sólo fresas en la boca, de arrasimada luz cuando sonríe, y el dulcísimo resplandor de la rosa más bella, que justifica su nombre, como el que la madre le puso a la santa flor —digo mujer— de Lima. Puede tener también, en otro caso, diecinueve años —¿diecinueve florecimientos?—, grandes ojos oscuros, largos cabellos dorados, dos montoncitos de azucenas donde comienza el aire que se arremolina y entretiene en la cintura, y —no podía faltar siendo mujer o rosa— una dulce sonrisa iluminada. Sostiene, además, una rosa entre las manos. Recordad: ¿Dónde acaba la rosa? ¿Dónde comienza la mujer? Todo es aquí pételo o piel; terciopelo, quizá, encendido, tembloroso, caliente. Al norte de los Pirineos, donde no dejan de saber algo de esta noble materia delicada, llaman a esta muchacha ¡Oh, aterciopelada carnalidad, corola o pecho, táctil perfume que estoy palpando ahora con las yemas del recuerdo”.
I
Tengo en mi garganta los huesos grises del cielo.
Mis pupilas copian las sombras de las ventanas.
Sobre el césped, una ardilla instaura su reino.
Un grito sale del horizonte semejando un tranvía...
Las cáscaras del invierno reman como peces.
La noche entra junto a las rosas de Portland.
Mis palabras cabecean como moscas en las sienes.

II
Nubes negras sobre el buche de los cuervos.
Díasnoches como hablando en secreto:
Las pupilas de los árboles me miran,
La boca de la luna se pierde en la oscuridad.
El césped toca guitarras de hielo.
Me muero esperando la aurora:
Mi garganta humea como una ciudad en llamas.

III
Caminamos sobre la quinta avenida en Portland,
Con un atuendo de neblina.
Se recuerda. Se llora. Se anhela.
El sol es humo de cigarrillos. No la brasa.
Los aviones gruñen sobre techos de madera.
Yo paso extraviado sobre el agua fría.
Sangro junto a la nueva estación
Sangro junto a la anhelada trinchera de las estrellas.

IV
Un cuervo canta en la sombra del viento.
En la calefacción hay cruces de rosas;
Los caballos juegan en las ramas del maple,
San Salvador rueda en mi cigarrillo oregoniense.
La luna danza.
Los violines del freeway me salpican de neumáticos.
Los alambres del alba están distantes.

V
En los vitrales de la capilla humean las candelas.
Hay un siglo de palabras en los túneles del alma.
Al fondo de los pisos, hay rosas con herrumbre.
El horizonte es un campanario vacío.
Bajo la sombra de la memoria, mezco canciones.
Yo silbo, ahora, donde culmina la geografía
Y el estertor de los volcanes...

VI
Sobre el césped cae mi sombra.
Un silbido de árboles murientes horada mi alma.
El viento de Glandtone, es un libro que se abre
En el horizonte.
He dormido agujereado de recuerdos.
Un niño me salva desde la conicidad de la noche.
Vivo atisbando, como pájaro, la miel de las flores.

VII
Nadie me responde en la nieve del Mount Hood.
El invierno me moja con sus lágrimas blancas.
Nada se ve. Sino el fondo de la noche:
“I have a dream”...
Sentí que mis alas volaban por el horizonte.
Y la luz agonizaba en la pulcritud del césped.
Sólo busco mis sueños entre las hojas.
El crepúsculo es inmenso. Yo, sin embargo,
Soy mendigo del alba. De verdes techos
Que sangran... soy buscador...
Sobre las aguas del hielo negro mojo mi estío.
Mi garganta humea como una ciudad anhelante.
Mis sienes picotean puertas y relojes.
Así voy, buscando, entre un rosario de hojas.
Al final, el grito, tendrá barbas de primavera.

“Estoy anclado en un rincón
de mi propia conciencia”: cargo la luz.
Y con ella voy abriendo brechas.
Las viejas arpas del designio me acompañan.
Y la esperanza, —aún en el dolor y las ausencias—
Es un jardín sobre pirámides que he ido descifrando
Entre rendijas de ventanas: creo en el Universo.

“Antes, para recordar algo, tenía que invocar una imagen que me hiciera pensar en toda la escena. Ahora lo único que tengo que hacer es tomar un detalle que he escogido con antelación, que significara toda la escena. Digamos que alguien me dice la palabra JINETE. Todo lo que necesito es la imagen de un pie en una espuela. Antes, si alguien me daba la palabra RESTAURANTE, tenía que ver la entrada del restaurante, la gente sentada adentro, y una orquesta rumana interpretando sus instrumentos, y muchos más... Pero si me dan esa palabra hoy, veo algo que parece una tienda y una entrada con un poco de algo blanco que se asoma desde adentro —eso es todo, y recordaré la palabra. Por eso digo que mis imágenes han cambiado bastante. Antes eran más precisas, más realistas. Las que tengo ahora no son tan bien definidas y tan vividas como las anteriores... Me interesa sólo un detalle para reconocer el todo”.

Un cuervo canta sobre la cresta de los pinos.
Su faena tiene misterio de caos.
Ante mí, los faroles de Campus Universitario,
Picotean el buche de las ardillas.
Ann Chapel tiene meteoritos anónimos.
Allí se hablan lenguas. Hay voces y lágrimas.
Voces de sombras que arden en su interior:
Rebaño de colinas: párpados que giran
Donde el sol sólo reside en la sique.

Después de la palabra, algo queda prendido en las banderas de la aurora, en el humus hiriente, en el discurso irreverente del viento, en la alegría nupcial de las abejas, en las campánulas delirantes que espejean en los caminos. No todo escapa. Algo hay en la arcilla que la memoria guarda; y sólo sale y aproxima, por las hojas de las ventanas que, el sueño alucinante, destella como un chorro de luz desde profundidades habitadas, por la magia y el azogue del misterio. Después de la palabra, queda un camino inefable. Después de la palabra, hay una tempestad de sueños.

Yo siempre voy tras lo que queda. Mi oficio siempre es un anónimo afán de salir como pájaro —e intacto e intrépido— agarrar los gajos de claridad de la luz primeriza del día, de la sangre derretida del ocote, que florece en pulso con un manantial de pétalos. Sin embargo, la claridad se desvanece. Y tengo claridad sin día. Y tengo sangre sin cuerpo. Y tengo flores sin pulso. Y tengo todo. Menos, a veces, la vida que suene su vestido de corazón húmedo y verde. En vano las mínimas pertenencias. En vano el alelí que emerge de mis ojos. En vano la alegría, en la franela de la luna. ¡Ah, nostalgia naciente y diaria que en la palabra desmaya sus linternas! ¡Ah, esta evidencia que hojeo, superior al ilusionismo del tiempo! ¡Ah, este después que arde en la memoria! El hombre, va dejando en su tránsito, el abandono del futuro...

La boca de la aurora de Tillamook anima
El incendio verde de Oregon.
¿Qué pájaro o herencia del oficio
me trajo a la feligresía de la nieve?
¿Qué sed me condujo a Wilsonville,
a la vieja libertad de Cannon Beach
y a Multnomah Fall?
En cada lugar se abrían, con ebriedad,
Las alas habituales de la mañana;
La gente coronada de cierzo,
Parecía un misterio entre el soplo
Y el esplendor fosforescente
De la naturaleza y el tiempo.
¡Qué vieja fantasía me acompaña
en Japanese Gardens
o en The Rose Festival!
Todo parece un nudo torrencial
De vida sobre el destello del césped y la nieve.
Sobre los andamios
Y graderías hechas de nieve y viento,
Yo siento una deuda con el mañana;
Por eso, el temblor humano,
El adusto anhelo de la luz,
El extraño palpitar de la sangre
Que me viene, sin desentrañarlo,
De los más auscultos espíritus.
Quizá, de la vigilia de los espejos.

La boca de la aurora me llama:

Y es para emprender el oficio
De conversar con los pájaros,
Y encontrar el gran río
Donde pulsa, verde, la vida humana.
Invierno, Oregon, 1993/4.
Editado parcialmente en Oregon, por Interface Network, 1993.






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