Magia y fuego tenía el sol de enero
de aquellos días primarios de mi infancia
y en ese mi ritual
de noches sosegadas con el manto
de blancas y dolientes mariposas
de mi infantil anhelo
mis tiempos los surtí
del racimo de penas y congojas.
De penas y congojas solitarias
como floresta inútil,
como montaña azul e inmarcesible,
como camino agreste que se pierde
en la infinita vastedad del sueño,
o bien como un helecho que se duerme
en una humeante sombra
o en una oralidad sin dueño.
Magia y fuego tuvieron
mis pasos peregrinos y animados
por la primer locura
de ir al carrusel de lo profano
en lírica tibieza
y tomado además de blanca mano
sedosa y femenina
de un ángel favorito del arcano.
Y si en esa ansiedad de mi linaje
pude medir la magia
siempre sutil de luz de un latido,
la faz del horizonte,
el paso de un amigo
y del tiempo su árido homenaje
fue a nombre del destino
en el sueño formal de mis razones.
Y nunca pudo el fuego
solo, abatir la magia del encanto
ni consumir las hojas
que cimbran sacudidas por el viento
los nidos solitarios
ni el sol del pensamiento
y del resumen de mis días su canto.
Y en ese carrusel de magia y fuego
corrí por al camino de la vida,
bajé a los infiernos,
también pude subir al santo anhelo
y en la cumbre de aquellas suaves sombras,
maduras, peregrinas,
las brechas encendí
y así alumbré lo agreste del camino.
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