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André Cruchaga


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VIGILIA DEL NÁUFRAGO[FRAGMENTO]

Levantando la red por Jean-Baptiste-Camille Corot

VIGILIA DEL NÁUFRAGO[FRAGMENTO]

por André Cruchaga




Monólogo del subconsciente
I
Sácame del mundo a través de las axilas
o de la marchita vagina de estos días;
quiero salir de este tiempo hirsuto
que acosa y lleva a la deriva.
Por doquier priva el desencanto,
los demonios que corroen lentamente
y marcan la carne y consumen los sueños.
A la Esperanza la visitó la tristeza
Con su gesto de arrugados destellos:
Sus fauces me traen frío. Frío hondo y negro.
Parece la oquedad del cataclismo;
el tiempo que se traga todo el aire
como el semblante del aire que aspira
—en su abismo de mar rugiente—
la luna reverberante de la vida
o el cauce dilatado de un río

perdido en la fuga de los dolores más viscerales.

Cada quien desaparece de su cuerpo.

Fuga o huida. Invasores del cosmos.

Al final perdemos la brida...

Nos quedan, tal vez, las esquirlas de los ecos.
Las sumas de los reflejos: luminosos días
sin bostezos, tañidos por el orgasmo
magnético de la alegría
y por el beso húmedo de la aurora.

Pero las horas llegan a su sitio.

También los abanicos de la ternura.
También el amargo oscuro de las puertas

Y el hollín sordo de las vigas.

Pasa el tiempo. Pasa y no espera.

Para qué la sábana de las despedidas
o alentar la lluvia sobre la cara.
Al final, siempre, hay un pecho helado
y un pájaro que palidece, olvidado,
en el sitio zodiacal de la carne.

Hay un espejo en el horizonte
que nos refracta y nos hace visibles.
Un día salimos, ávidos, del ahogo;
Cuando eso pasa, la garganta nos constriñe
el signo de las certidumbres.

Ya es tarde. Pero siempre es tarde.
Un abismo ávido vigila.
Tiene actitud de intachable centinela.

¿Qué oscuridad agita al milenio venidero?
¿Qué lutos sobreviven en los sueños?
¿Qué demonios parecen pregones del júbilo?

Al aire lo ensucia la oscuridad de la ceniza.
Temo esperar a un difunto:
que mis ojos vean a la negligencia con batuta
y las paredes anegadas de osamentas.
Prefiero la individualidad de un pubis

sobre la alacena de los brazos
y el pozo de las sienes vestido de soledad,
a renunciar a la palabra. A la libertad.
Prefiero la desnudez obcena del misterio
Al venenoso ahogo en que nos mete la palidez
Disfrazada de impecable blancura.
Por eso, cuando un pájaro vuela me reconozco.
Allí voy: sueño y libertad en el aire.
Sueño, sí, hasta extender los párpados
de las visiones más auscultas;
libertad, sí, como una sábana en el césped
que ríe sin confabulaciones.

Sé que estamos llagados por el magma de la tierra;
su áspera lava corroe nuestros poros.

En el fondo del océano yace una desnudez dolida
Donde los sueños los anquilosa la noche.
Pero no importan ya todas las depredaciones
Ni el humo como brebaje para el espíritu,
ni todos los llamados a la honestidad.

Aquí nacimos, Madre, junto al río.
Junto al gran río tutelar:
Tú eres el río en cuyo vientre
Levanté las manos contra el pudridero.
No esperes que esté tranquilo,
ni débil ante el marfil de las falacias
ni sosegado ante la asfixia del oscurantismo
de finales del Milenio.
Es triste. Es triste, Madre, haber nacido
con un grito en la lengua
y el luto como un resorte en mis muslos;
aunque —después de todo— el viento crece en mis pestañas
y me lamen las hormigas de su cuerpo
hasta producir una ignorancia seductora.
Todo pende en lo apenas dicho:
Hay gente que increpa sacándonos los ojos,
y vomita odio en forma insaciable.

Ojos de la noche en un pájaro dormido

donde se clavan puñales
y se llora póstumamente.
Somos cervatillos de esa noche refulgente,
del escorpión de la historia que inocula su veneno
con caricias de musgo perspicaz y soledoso.

Apenas he dormido. En el canto del gallo amanece
la misma forma fugitiva:
el estéril afán de todos los días,
el duro vejamen que copia del espejo sus dientes.
Sé que muero, Madre.
He visto en el espejo el rostro que desfallece.
He visto el fuego del aliento en las calles.
Déjeme morir, entonces, con esta impotencia
de no poder hacer nada.

Yo no soy vientre para cargar la Esperanza

en los pañales inciertos del devenir.
Soy sólo un reo en la oscura cárcel
destructiva de la realidad;
soy sólo ese hijo de laberintos taladrados
por el excremento de los pájaros
y las derruidas vetas subterráneas de las vísceras.
Aquí me veo temblando herido a muerte,
Mientras la faz de las alianzas se vuelven inmutables.
Déjeme entonces, Madre,
Que me una a las manos de la noche

y que la tempestad oscura me augure luz.
Déjeme vivir y olvidar el suplicio de los ciegos.

Déjeme vivir y morir con el luto de la tierra
Y el tizne de tantas habitaciones caídas.

Al fin, los locos no vivimos con el abatimiento:

Somos la encarnación más digna de la libertad,
Y el recuerdo callado de tantos inviernos
Signados por la lengua más sórdida del tiempo.

Monólogo del subconsciente
II

Ave que canta en las alas de las nubes;
tierra que espera como madre
a sus muertos después de la guerra.
De su pecho, Madre, emergen torrentes vivaces;
urgentes abren el camino para nutrir.
Hasta entonces no conocía otro río sobre la tierra,
ni un perfume esperanzado,
ni libre y natural como el aire,
o sosegado como el puño cerrado del silencio,
o la almohada —césped de la memoria—.
Era el tiempo, Madre, del primer contacto:
El íntimo contacto y la primera desnudez.
En mi instinto estaba el eco de sus senos:
Largo río azul. Honda humedad de los campos
que pervive como lluvia blanda
en el inviolado espejo de mis lunas:
la memoria zodiacal en los párpados,
el grito lactante de la fuerza,
el pájaro aterido en el estanque del agua.
Infancia primera, Madre. Infancia lactante.

En mi memoria absorbente
Hacen nudos lo pájaros con su lengua;
Mientras el tren — Con voz insólita—
Rompe los tímpanos del silencio
Y las axilas del viento.

Míreme los ojos, Madre. Miremelos.

La mirada desde siempre lleva tierra entreabierta
y espejos que refractan la amenaza,
que copian la espina o el ala,
que brillan al sol. Al fuego,
o eructan el crepitar de la noche
de los estiajes de la sangre vivida,
o de la huella ininteligible
sobre el rostro del follaje.
Aquí o allá he crecido en la noche.
La luz ha develado el tránsito de la conciencia.
Y me separan, ahora; y me devienen,
Luminosos temores abrasados
Por la herencia que se goza en el espejo.

Veo mi creación y me quedo atónito, Madre.
Porque los barcos pasan sobre la mar y envejecen:

Sucesión de etapas escapando una de la otra
En íntimo temblor de la carne.

Ahora arde el alma en su rasgado
Trance de relámpago. Uno, cada vez se aleja
de la permanencia tangible
del fragor espeso del aliento. Y se cae el seno,
y se cae la carne y el beso quemante.
La noche viene azotando
Entre los ojos cansados del tiempo:
Emergen de la nada. Cerca canta
Toma la vida con sus manos de ceniza. Huye.
Ese huir es siempre como el largo gemido del mar
Sobre una playa de sienes gastadas,
o la luna aturdida que muere
en la asfixia de un tabanco oxidado
por la pasión nocturna y silenciosa del hollín.
Sólo falta el fresco otoño salpicado de memoria:
Conocer, reconocer, desconocer
tantos nombres tristes y callados,
tantos muertos asediados con sus ojos abiertos,
tanta dureza invisible sin que amenezca.
Soy, entonces, como todo lo que vive y muere:
Niñez, adolescencia y juventud.
Formas distintas de perdurar y terminar.
Soy lo que soy en cada tránsito del tiempo
que me roza como el símbolo indescifrable
de la embriaguez del agua.

Embriaguez, Madre, que azota mis años maduros
Con un espejo de agonizante calvicie.

Mis deseos han luchado como héroes secretos;
desde ventanas que dan al infinito,
la vida orina y excreta sus escrupulosos rituales.

Hemos traspasado el fragante bosque lúdico;
ahora tenemos un destino que alza sus jarcias
sobre los cristales vigilantes que cubren los párpados
de manera amenazante,
de manera indiferente,
de manera punzante,
como la sangre clavada en una flecha de rayos.
Por supuesto que nadie se atreve;
todos glorifican el poder,
entonces la claridad se vuelve objeto diminuto
o simplemente sombra creciendo en el crepúsculo.
La historia se siente hacia dentro, Madre;
parace que los años se adentran o se escapan:
hay sed sosegada, pero también,
unos ojos de plomo
como un vasto cielo violado por la lluvia
que aniquila esa verdad que apenas sospechamos.
Sí, que apenas sospechamos en un tembloroso horizonte.
La adultez, Madre, es toma de conciencia.
Ya no es el sueño por el sueño. No. No.
Son los dientes de los sueños
Los que mastican las sienes,
Los que nos comen la libertad,
Los que nos quitan los sueños,
Los que nos abrazan con sus entrañas de filo.
¡Ay, Madre, la sangre en el arado!
¡Ay, Madre, la sangre que humedece
la forma de la tristeza más desnuda!

Allí adivino las piedras en las frondas
la noche inevitable que sortea mutaciones,
el beso emasculado por los fetiches de las sombras.
Allí velo el césped quemado del entusiasmo
y la última agua que va a dar a los mares
con su transitoria sangre coagulada.

Ahora me convoca el mundo entrevisto
a través de la espuma secreta
de los pájaros cuando anidan en el bosque
y cubren su ágil anatomía
con el ropaje de hojas embriagadas.
Ahora estoy frente a ti, realidad.
ya no hay limites para cruzar el relámpago,
ni quejidos para abrazar perennemente la tierra.

Monólogo del subconsciente
III
No me sorprende tener tantos sueños en la cabeza,
ni los diluvios de la pasión tan activos
como dijera Paul Eluard,
pues son tan necesarios como las gafas en pleno sol.
Tampoco me sorprende que en mi memoria
se diluyan como espesura de mar:
Venus que nació de ella
o Eva que justo está desnuda
frente a la pantalla de mis ojos
y que surgió de mis deseos de consumidor final
y no de la costilla,
( ella no aguanta ninguna escisión)
ni tiene sostenes para detener la caída mortal
que Dios nos guarda en algún espacio del planeta:
( que no es Montpellier,
ni la catedral de Saint- Pierre,
ni el pueblo de los caballeros de Renée le Chateau).
Sino esa oscura región
Entre la vigilia y el sueño:
Larga noche de grutas, de teatro y vaho.
Maravilloso cadáver entre la tormenta del orgasmo:
Caparazón lamiendo la humedad
de las paredes del tiempo
a través de un espejo terriblemente real:
el animal cómicamente triste de Kafka,
o el filo de la historia de Don Quijote de la Mancha,
o los circulos mohosos de las ideologías:

(Hegel, Marx, Heidegger, Sartre, Hitler, Franco).

No les gustó su tiempo: puertas. Candados, abismos.
por eso se deleitaban en el humo trágico
de la novelas de Agatha Christie.

A mí tampoco me gusta, por supuesto.

Es una versión de la Tormenta Roja
de Tom Clancy o ese Maldito Amor
de Rosario Ferré en que las huellas
emergen de la metáfora del zodiaco,
o del monasterio en que Galoar tomó las aguas
para evitar la ponzoña !Ah, caballero
de la ficción humana, Señor Amadís!

Oriana, aquí, podría disipar las noches.
Y encender el fogón
para que la noche no me anide a bultos,
ni mi cuerpo caiga como una multitud increíble
de seculares suertes:
(lo salvaje, lo inicial, lo imperativo).

No puedo decir, con Nietsche, que venga otra vez la vida:

Ella esta aliada a la pala de los sepulteros,

al monólogo de las tumbas,
a la inverosímil ilusión de volvernos a ver,
a la tarde rompiente de los pensamientos,
a la herrumbre ronca del tiempo,
a los dientes de la sangre que muerden el sol
y a la ciega espuma del clamor
como “El héroe de las mil caras” del mito
en que los pájaros se diversifican en la lluvia
y las flechas transparentan la sangre
del ojo celeste de las nubes
o la crin oscura de las rachas del viento
donde se enreda la lágrima
conviviente con el cuerpo.
Oriana me levanta, súbitamente, la conciencia.
Es infinita. La aspiro con avidez.
Espléndida luz entre rastrojos.
Tibia claridad de sus brazos
Devorando con roces este tiempo
los jadeos de sus poros. ¡Oriana! ¡Oriana!

Tras la noche que llora e inunda caminos,
mis ojos giran en el terraplén de su pubis;
y allí gotea, también, el iris del alma,
las pupilas de la esperanza,
los párpados vertiginosos del tiempo
que deslian y renuevan este mundo cansado:
la suma de la vida, la evocación de la sed,
la eternidad que no termina
pues nos siguen acompañando Schopenhauer,
Stendhall, Hegel, Xuang- Ztse,
Quevedo o Cervantes, Vallejo o Montesquieu.
La eternidad jamás llega a su fin:
Largo tiempo que soportamos que ni la muerte pacifica.
Este tiempo soy yo durmiendo anticipadamente
En la linea divisoria que los profetas han trazado
en el moderno lomo de Homero.
Por eso, Oriana, a nada nos acostumbrenos.
Vivamos la única salvación:
comencemos a reír contra este tiempo sórdido y estúpido.
Esto es mejor que la asfixia sigilosa
de un pecho aterido que espera todos los dias,
que espera tras la ventana,
que registra en su mirada el vacio,
que resueña, todavia, íntegramente con el futuro.
Que sueña. Que sueña lejano
viéndose a sí mismo
en el final del cuento feliz
y no en “ La comedia humana” de Balzac
que pone un mecate alrededor del cuello.

Oriana, hierve el recaudo de la vida.
Es intolerable. Perdí la cuenta
De cuántas veces lo hemos hecho.
De cuánta memoria recobrada compartimos.
De cuánta validez tiene nuestra imaginación.
De cuánta falsedad nos sigue supurando.
De cuántas osamentas esta hecha nuestra moral.
Ahora ya sabemos que la vida es obra de la muerte:
vida sin máscaras. Vida sin velos.
Surtidora, al fin de confines:
allí está nuestro tránsito humano,
el sollozo de nuestros pasos imprecisos:
la criatura irrepetible: la noche vacia del mundo
y la soledad humana enterreda en un seno.



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