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Oscurece el cielo,
se agita el aire,
se inquietan las nubes iluminadas
por luces efímeras
que traen roncas voces,
llegadas de las profundidades
del universo de los espíritus errantes
que habitan más allá
de las simas de la tierra.
Desde este cuarto,
cerrado y diminuto,
observo la lluvia y el granizo
que, con furia, golpean los cristales
y mojan el alféizar de la ventana,
salpicando los papeles
colocados en la mesa.
Me invade la apatía
y el sopor anida en los dedos,
en los párpados, en los labios...
Caigo de bruces en mi sueño...
Resbalo hacia la inconsciencia...
Veo a la Blanca Muerte
que cabalga sonriente
sobre un blanco corcel,
portando la corona de quien vence
y, sin compasión, mata,
dejando a su paso
lamentos y tinieblas.
Tiñe de sangre
campiñas y bosques,
hiere con su acero
la Roja Guerra,
dejando esparcidos
restos de bondad,
huesos y vestimentas.
Siembra el hambre,
sobre un negro caballo,
la Hambruna Negra,
y quema las cosechas
de quien sembró esperanza,
trabajo y nobleza.
Amarillea el infinito,
y languidece, sin perdón,
como la pavesa de una vela.
Y el Jinete Amarillo,
matando con el Hambre,
la Peste y la Guerra,
se ríe, irónico,
sobre su yegua amarilla.
En medio, yo,
deshecha en sollozos,
contemplo como pasan
los jinetes oscuros,
las sombras espesas.
Pero… Escucho un murmullo…
A mis ojos asoma una luz
que, tras el cristal, espera.
Serena, la Aurora
susurra en mi oído:
”Ya es de día... ¡Despierta!”
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