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André Cruchaga


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MEDITACIONES

Para Blanca Mateos,
Generosa en la amistad.

MEDITACIÓN I
A medida que me hago más viejo, recobro la santidad de la infancia; a medida que mi barba se platea, pienso que el alma es un metal precioso que no pueden fundir los alquimistas. Es claro que todas las edades tienen magia y embeleso; pero no como la infancia: Edad de arco iris y pájaros; de lluvia y riachuelos; de payasos y paternas; de fantasía alada picoteando las piscuchas de las nubes.

Es claro que hay edades fantásticas. Unas se beben el viento con los ojos hasta agotar la máquina del tiempo; otras, sólo las ven pasar aceptando que un ciclista va rodando sustancias graciosamente de la memoria. A otras, los aterra la hilera de años como pinos cortados por los aullidos de los perros domésticos. Y otras, presiento, maniobran entre las ventanas para ver si tocan las flores inaprensibles de las hadas o se sacuden los baúles herrumbrosos del sueño, del recuerdo o la risa ya gastada.

Desde años la vida es un lienzo en vuelo que la lluvia asidua y constante destiñe con su savia de musgo. Pienso, ahora, en mi trabajo poético y literario. La nostalgia debe combatirse por la conquista y la esperanza. A veces, sin quererlo, he transpirado el oscuro piano de la ignorancia y la confusa infancia que me dieron mis preceptores. Hubiese querido nacer entre mitologías: La griega. O, tal vez la persa y recitar versos junto a Omar. Ser caballero a la usanza del medioevo: Juglar de la vida reverente, gloria de los campos acompañado por la guitarra de las hojas y las abejas que en su afán laborioso son irresistibles al anacronismo.




MEDITACIÓN II

El invierno de noviembre es inaudito como tantas cosas que suceden alrededor. A veces la desesperanza me corroe; los pensamientos caen como hojarasca sobre el rumor de la tierra. Hay desapego hacia todo. Navego en esas aguas a la deriva, en la sorda linterna de una neblina espesa. Todo cae. Cae la dulzura de la boca; cae el encanto y la magia de las sombras. Cae el hombre sin sosiego a la caverna...

Me deja perplejo lo limitado y perecedero; la disquisición del tiempo en su infinitud de acantilado que roba la rebelión de la certidumbre y la edad que del pecho sale. Tiene que haber un error, me digo, cuando el entusiasmo caduca y la alegría se vuelve un murmullo ininteligible.

A cierta edad, el hombre encaja con los atardeceres. Sólo a cierta edad. Mira y, el reloj del puño y el de sus emociones se desmorona, como el espejo quebrado por su propio resplandor. A cierta edad, ya ni siquiera sonreímos: el hilo de la vida se torna enigmático y frágil como la porcelana del cansancio.

Después de las andanzas vienen los epitafios como el pasto largamente reprimido por el destino. La lengua y los labios caen al subsuelo de la gangrena. El pie que antes fue una gacela o saeta, tiene el granito de la cautela y el titubeo. Morir o envejecer no es otra cosa que dar paso a otros pensamientos, a otras palabras imposibles como la vida.



MEDITACIÓN III
La poesía es el rostro de las emociones; el pájaro que emerge de nuestro pecho buscando su propio vuelo; el silencio que nos asedia y lo volcamos en palabras; un cuerpo largamente extendido sobre las sábanas del alfabeto; un grito del organismo buscando los brazos del aire; una sombra que aprieta lo furtivo de la luz; un relámpago que dibuja disonancias; la partida de muchas pérdidas interiores; el ojo que mira el mar colgado de las olas; un itinerario hipotético de abrazos y adioses e insomnios; una grieta que nos hace sangrar el cuerpo; un brazo tímido que rueda en el aire; un barco que encalla o naufraga en el olvido; un largo bostezo del pensamiento desparramando silencio; una procesión de otredades circulares; un vaso licuado de palabras para beber el olvido; excavación que hace el viento en las palabras; un pájaro que hipnotiza los sueños con su vuelo; ese parpadeo de las palabras saltando del diccionario; un monólogo que toma forma de diálogo; un follaje donde las garzas traducen la clorofila en ojos y oídos; una roca que muestra su misterio saltando del abismo a los espejos; un reloj que marca los latidos del alma; trementina de la vida hecha brújula; la mirada que nos negamos a dar de frente; una sombra que nos dibuja sobre el arco iris de los trenes; otro cuerpo que respira como el hombre; emerger de un abismo y luego escabullirse del mundo; hacer estallar las palabras en un vuelo de pájaros; escribir el mundo poniéndole alas al infinito; inventar sueños para respirarse uno mismo; cambiar la solapa de la vida y ponerla al revés; adivinar las oraciones que rezan los pájaros en los nidos; una secreción que devela horizontes; un agujero del tamaño del sol donde cabe la arena frágil de los espejos; aquella mujer que jadea como si estuviese en capilla ardiente; un gato que maúlla sobre los asteriscos del planeta; la disolución de la vida en una bañera de Dionisyus; la desunión de lo que ya no puede unirse; la futura mortaja del alma hecha con palabras; una bandera mojada por la lluvia de la sangre; un hechizo que hace temblar los párpados; lo que queda después de navegar por los acantilados de la noche; esa mujer que nos ríe con labios de ceniza; asombro ante la luna que agoniza; una cálida pezuña que nos devora las emociones; una larga diáspora de huellas; el pulmón que aspira a ser cicatrizado; un nido donde las luciérnagas transpiran su vigilia; una amante que nos dibuja crepúsculos inextinguibles; un vitral donde asoma la ilusión de los veleros; el bosque que desnuda los labios con un torrente de escalofríos; una constelación de misterios respirando fosforescencias; una mariposa aleteando en los cerros del pecho; la íntima respiración de la memoria para revelar el universo; un paracaídas para aterrizar sobre el césped de un pubis; hongo que nos conduce por tranvías de éxtasis; un espejo trasluciendo matorrales; hilo de agua asomándose al soplo divino; sollozo que disuelve la ilusión en deseo; un pito que suena para tocar la saliva del amanecer; lluvia que sofoca fuegos con el pañuelo íntimo del anhelo; sombra que nos abraza con su incandescencia aleteante; un rancho y un lucero con el que sueñan las féminas; una hermosa fantasía que juega a desnudar el alma; lluvia para festejar las bodas de Canaán; un cuerpo poseso eyaculando imposibles; el primer sueño que pierde su inocencia; la espina de la noche que rasga la tristeza; los minutos que uno pasa desnudo cuando el beso de la espuma llega a la playa; la cama que transfigura los sentidos en ideogramas y paroxismos; la herida que nos deja la turgencia de la arena; el último soplo que se pierde en el vacío...


MEDITACIÓN IV
Me gustan los pueblos que tienen en sus entrañas la inquietud de la quietud. Pueblos poblados de silencio y olvido. Pueblos que encienden lámparas de bálsamo. Pueblos que se abren a contraluz. La única luz que los prologa es la campana: Cascabelea en su propio respiro hasta perderse en pequeños abanicos etéreos.

En estos pinares de pájaros el aire que se respira lo envuelve a uno con sus manos de misterio. Las lámparas del verde llenan de completa emoción el hálito sublime del sol que acaricia los pórticos de la boca con la policromía rebelde de los ojos.

De noche puede oírse, todavía, el pregón del río. El paraje como el alma se visten con la fuerza melancólica de una noche infinita. Hay una fuerza plomiza que cubre las casas. Las sombras en el silencio chocan como espadas. Columnas de neblina como combatientes anónimos van rasgando el follaje de la noche.

Cuando calla el resoplido del viento, se puede oír la orquesta de los insectos y el titubeo del reloj de puño esmaltado con el sudor aceitoso de la trementina. Los caminos se deslizan suavemente por la mente. Hay, en estos pueblos, esa sensación de lejanía y de uncidos chupamieles. Hay, en estos pueblos, una melancolía pasional que transparenta la severidad de los sagrarios...



MEDITACIÓN V
Locura y soledad: Muerte apoteósica del ser. Jinetes sonámbulos entre la ramazón de la noche chasqueando con armas subterráneas la conciencia. Perros aullando a la ceniza de la luna y a la herrumbre de la sique. Cuervos devorando los ojos con sus pinzas puntiagudas. Sombras, espectros que se posan en las sienes como dinteles de una casa abandonada. Lenguas de cierzo caen lentamente sobre las plumas de los pensamientos, sobre las sandalias del ajetreo y la congoja.

Locura y soledad: Ríos que llevan a la mar. Latido de sombras en el claustro de la grama. Piedras que abrazan la desolación de estar vivo frente a tumbas que se mueven como pétalos de lirios. Ah, el tiempo: fúnebre alcohol deshaciendo en ráfagas amarillas la entraña. Puertas cerradas. Reloj bebiéndonos en la espera. Espera de mármol con una procesión de cirios. Voces frías. Voces de conjuro sobre incensarios de rígido aliento.

Locura y soledad: El viento danza en un abismo de nieblas. El viento. Lo oscuro que se torna espejo. La lejanía que sirve de pórtico para los ojos. Agitada oscuridad que baña las pupilas y lame el vientre con su maleza de herrumbre. Deseos erguidos zumbando, uno tras otro, sobre sepulcros que parecen hundirse en el ombligo de ramajes grises.

Locura y soledad: Golpes secos agitando el bigote de la mar con su estrepitosa espuma. Esquirlas polvorientas relinchando como feroces caballos. Locura y soledad: Rezo mi muerte mientras el incienso me acaricia como un niño despintado de su sonrisa. Rezo mi muerte monótona arrastrando caminos y levantando la levita de la indiferencia. El llanto sólo es una correntada de agua deslizándose sobre una pendiente fortuita. Locura y soledad. Empiezan a encenderse lentamente los cirios dentro de la caverna, dentro del coro del desvanecimiento, dentro del negro misterio que es la vida.

Locura y soledad y muerte: Pálidas letras sobre el pecho que andan en fugitiva agonía. Oscuras heridas mordiendo como serpientes. Noches. Cloacas abrazando el cuerpo como lágrimas de granito sobre el césped. Sonrisa de huesos buscando los caballos del mar y la luz bajo tierra.

MEDITACIÓN VI
La noche dibuja en mis ojos su cortina gris. Qué haré con la pena, con el dolor, con el miedo, qué haré con los nombres cortados del ombligo, con el espejo que aparece como barco incendiado, qué haré con la noche que escala mis venas, con la piedra que sigue gastando mi sonrisa, con la sangre que lleva féretros de agua moribunda, con el corazón en jaula devorado por los huesos de la esperanza, qué haré con las sombras. Qué haré con la espuma y los cuchillos de la noche, con los nombres que se fueron como pájaros, con las alas solas prisioneras del silencio de los itinerarios.

La noche me tira rostros demacrados, un sol gris para no ver el día, una cara sin ojos ni garganta. Un muro del tamaño de cien elefantes. Un nido de comejenes hartándose la carne. Alfileres como hormigas royendo la epidermis. Topos comiéndose las entrañas. Pinzas como el firmamento. Frente a la noche y al mundo soy un pájaro aterido por la fría calcinación de la cal y un cierzo de aluminio.

Qué hago cuando todo en contra acecha: los libros que te miran, así, con cara desfigurada; sus ojos gigantescos como cráteres hirviendo en la lava de las palabras me llevan a la violencia ciega de los campanarios en búsqueda de almas recónditas. Abrazo a carcajadas el pañuelo de mi propia negación, la jaula de la noche con sus barrotes, las pestañas de las horas reventando en ceniza. Azufre la mente que se fuga en la noche, tormento cuyas trenzas deshacen las miradas, detrás del viento aúlla el delirio de los perros, detrás de las partidas hay un despertar de rocas, detrás del espejo, un barco, un mar encendiendo saladas luces, dentro del reloj, un siglo de espumas sin sonrisas más que el filo de esas agujas que marcan segundos y minutos.

Después de tantos exilios y peregrinajes, qué queda. Acaso rostros de ceniza. Llaves que ya no sirven para nada. Quizá el silencio. Muchos silencios que los huracanes se encargaron de prolongar. Quizá un cuarto solo. Quizá una herida de incesante memoria. Quizá polvo para la alquimia del olvido...

MEDITACIÓN VII
Siempre he sido un extraño habitante en este mundo que me ha tocado vivir. Extraño en mi ser. Extraño en todas partes. Jamás he podido entender mi soledad, mi abrumador ensimismamiento, mi timidez atroz. Nada sé de la vida con tantos años de vivirla y leerla y escribirla. Se me fue de las manos el gozo de los cuerpos en la oscuridad. Se me fue esa vida audible que viven los secretos, se perdió el respiro entre las hojarascas del bosque, se perdió el aliento en el humano aliento de los pájaros. Se perdió el tiempo sin descubrirlo, cuando apenas era capullo. Se perdieron los deseos en el horizonte. Se perdieron...

A veces uno siente esa desazón por la vida: Aprendemos de la noche, del desvelo, del albedrío. Jamás aprendemos de los cristales del aire, de la beatitud del pan que alumbra ilusiones, de los trenes que van rozando el libro de la geografía y se pierden en su vocación itinerante. Jamás aprendemos del rocío que se cierne como caligrafía de niño por todas las páginas del corpiño matutino. Jamás regresamos intactos de cada partida: Algo se va perdiendo en el profundo ramaje del alma, algo que nos parece como esos antiguos cantos gregorianos, algo que es la nada enclavada en el infinito de las constelaciones.

De repente uno siente que ha vivido miles de años. Quizá sea ese fuego genésico de los sueños, quizá sea esa corriente de luciérnagas que nos hablan desde el suelo, desde la ventana abismal de los recuerdos, desde la potente edad de los helechos, desde la luz glacial de los ecos, desde el primer misterio que sacudió la conciencia, desde esa gran noche que hizo temblar las hojas de la ficción. De repente, también la luz nos ciega con sus manos de abrazadora espesura.



MEDITACIÓN VIII
Aquí fue siempre ayer, es el título de un poemario de Luis Lorente. Algo hay de razón sobrada. Nuestro mundo sigue siendo bestial: en defensa de la paz, se hacen las guerras. La gula, el egoísmo y el protagonismo corroen nuestras almas. “Tanto estado de coma, tantos nervios de punta, tanta mala palabra”. Si hablamos de hoy, es de mañana, si de mañana, de ayer. Siempre estamos rodeados de mucha muerte; pese a ello invocamos el futuro, la esperanza, el porvenir.

El tiempo arrastra los follajes; la noche ciega envuelve de silencios; el amor desafía las ráfagas; la soledad encadena al mundo: Fluyen las partes de mi cuerpo como una ficción, la gaviota de mis sueños sobre ciénagas, sobre el costado fraccionado de mis vértebras. El tiempo. El olvido fue mi estigma. El epitafio que el viajero lleva escrito en su reloj, el polvo en las pupilas y en las hojas que el viento arremolina como ensimismadas pupilas en el pensamiento.

Ayer fue siempre aquí. Caminos mudos trazados a soslayo. Caminos sin espejos aferrándose a la seca vertiente de las piedras. Camino de huesos sobre la alfombra del crepúsculo. Pedazos de noche. Pedazos de vida emigrando como murciélagos. Pesadillas borrosas. Perfiles entre jaulas rodeados de vacío y de tempestad impenetrable.




MEDITACIÓN IX
n el concebir del poeta hay muchas veces dolor; como que del dolor se engendra muchas veces, como Goëthe nos lo enseñó hermosamente; pero donde el dolor es casi seguro es en el dar a luz, en el producir. Algunos grandes poetas, como el Tasso, Vallejo, el Neruda de las residencias y Flaubert, son ejemplos del dolor que llega a la locura, en el parir de los artistas.
Son las doce de la noche. Todos duermen en mi casa. Las gallinas que ahí abajo, en el gallinero, se rebullen, no velan; sueñan, a mi entender. Todo duerme también en el pueblo; excepto los fanáticos, los que andan buscando el poder y un mejor modo de vida en la hacienda pública; y allá arriba la luna, detrás de nubes tenues y compactas, alumbra no más como lamparilla tras cristal opaco.
Para algunos optimistas sería una felicidad que todos los hombres viéramos en la luna la lamparilla de aceite que la Providencia, algunas noches, enciende en el cielo para que vele el sueño de sus hijos. Otros creen hallar la Providencia a sus afectaciones y males en el voto. Los perros, esparcidos por las calles [aunque el inspector de sanidad haya matado a muchos] de todo este pueblo y cantones y del monte de enfrente [la serranía de Guazapa], y de la colina de cascajo [la loma] y los laureles de la india que tengo a mi espalda, no deben de compartir tal optimismo; porque todas las noches ladran a la luna, y esta noche furiosos, como a una extranjera, como a un pordiosero vagabundo... Esto de que los perros ladran a la luna, tal vez pudiera discutirse. Yo más bien creo que ladran al miedo. Al miedo [siendo animales] que produce toda esta situación que estamos viviendo. Hay otros que no siendo, literalmente perros, le ladran a la luna sin duda porque creen que es de queso o porque tiene baúles llenos de dólares y no colones.
La cosa importa tan poco para mí, que otra vez me invaden la paz y el silencio[sobre todo el silencio] de esta dulce noche de un marzo de mi tierra, húmedo y tibio, nebuloso, de un gris perla constante en el cielo; de un verde musgo sobre los árboles. Me invade este sosiego del desasosiego; y más a lo pagano, a la ira, a la rabia que a lo caritativo. Perdono, en todo caso, la filiación a ciegas.
En este momento se detiene mi soñolienta mirada en aquel punto luminoso, que parece una estrella caída, perdida en la oscuridad del follaje de las serranías, colina arriba, sube a mi derecha, como un montón de tinieblas vencidas y rezagadas que quisieran escalar el cielo, para disputar a la luna, medio dormida, el dominio de esta noche brumosa.
Aquella luz, sumida en la oscuridad de la derecha, es para mí familiar, en mis noches de contemplación dulce, como en el cielo las estrellas favoritas. Pero ¡cuántas veces, lejos de aquí, mirando la esfera, me dije con tristeza: Veo las mismas estrellas de siempre... y esas ya no alumbran... veo sombras, espadas de frío y espesas cloacas en el júbilo...
La verdad es que la realidad siempre está delante de nosotros, y nunca, por más esfuerzos que hagamos, terminaremos de explorarla, de comprenderla, de tratar de prolongarla...







André Cruchaga

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Publicado el: 13-03-2004
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