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André Cruchaga


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Lunes, tres y media y en temporal

Lunes, tres y media.

Desde muy temprano, en la madrugada, para ser más exacto, estuve en el estudio. Salí al patio a fumar un cigarrillo y detectar el rumbo del canto de los primeros gallos. Yo me lleno de gozo caminar entre los claveles y las siemprevivas. El cierzo y el gris espeso me impiden ver el infinito. La cabellera flotante de las estrellas está desapareciendo. Me cautiva la ramazón húmeda de los árboles.

Muy poco me levanto a deambular. La luz prineriza del día parece inexperta. A esa hora Petit ronca como una señora regordeta. La luna agoniza como yo. Los pensamientos horadan mi silencio. Emigro hacia el Mount Hood.

Al descubrirse la mañana, Petit, ladra. Parece un espectro de reloj. Los recuerdos me producen sobresaltos. Portland es un arpa de rosas, de mosaicos fotográficos. Mi corazón no está en su lugar. Parece dolorido e inanimado. Entro y, recomenzando las lecturas, hay un diluvio de emociones sobre el escritorio: Quevedo y Góngora me hablan.

Hoy, apenas deseo ir a trabajar. Las sienes, —las mías, por supuesto— tienen olor a funeraria. Mis poros han ido triturando el reloj. Y sólo tengo, junto a mí, la inocencia de Petit, con su pequeño hocico de arroyo.


Catorce horas y Petit conmigo.

En realidad no estoy interesado en conservar mi vida. A la salvación se le pueden cortan sus alas. Los griegos a más de ser sanos, somos sabios. Recuerdo mi viaje a París junto a Petit. En la tempestad del tiempo, ese viaje fue acto de audacia. Petit, hábilmente se metía entre mis piernas. Su cuerpo tan pequeño cabía en la bolsa de mi chaqueta.

Ahora no sé qué hacer. He tomado tantos cafés que perdí la cuenta. Petit menea su rabo como la danza “El lago de los cisnes”. He sentido deseos de "compañía"; y, en vez de ello, me he puesto a teclear en la máquina. Allí se han ido, a pica pollo, todos los "anhelos" acumulados.

Petit no se harta de estar conmigo. No aprendió a ladrar; pero reemplazó su lenguaje por el de los libros impresos. No he terminado de leer uno, cuando con su hocico húmedo ma trae otro. Estoy feliz de que esté conmigo. El tiempo y la música me han traspasado. Y eso me ha hecho olvidar.

A ratos echo una bocanada de suspiros. El silencio, como una paradoja es denso. No sé nada. Nada. Soñando con los ojos cerrados he dibujado cosas nada serias: flores y pájaros, barcos de Itaca. De seguro no soy ignorante porque no tengo urgencias.



Veintitrés de enero.

Nihil Novum Sub Sole. El cansancio me tumbó el sueño contra la realidad. He penetrado en las huellas del tiempo. Veo caras que brillan en las mitologías. El cansancio es un monólogo. Ahora, he dejado de leer: Las trampas de la fe y Muerte sin fin.

Vivo célibe y solo como los libros en tantas estanterías. El ruido de la mañana, en vez de molestarme me agrada. Bebo como un café, el canto de los pájaros. Juego al dominó inconcientemente.

No me molesta estar buscando palabras y después masticarlas como canicas. De esta manera me pongo, a veces, a contar el tiempo. He hecho mi primer diccionario sólo con palabras solemnes. He soslayado dragones y dejado únicamente sineras.

A veces creo que estoy medio loco. Vale más que la memoria me falla. A menudo es mejor así, que tener que asesinar con puño y arma al pasado. La vida en todo caso, no deja de ser pretexto. Estoy contento de que la soledad tenga un color olvidado y yo, un abandono.


Sábado. Veinte horas.

Vengo desde Chalatenango. Entre tanto cerro devastado por la obnubilación y la terquedad, creo que escribir poesía no es algo extraordinario. Sin embargo, la poesía está dentro de mí y liga todas mis vísceras.

A muy poca gente le gusta leer poesía. Esto es lo que pienso cuando decido escribir un poema. A la gente le gusta más tener relaciones sexuales (que es otra manera de hacer poemas), ver telenovelas y chambrear.

Durante los últimos días siento que he cambiado. Hay un cambio de tiempo. Creo que a veces no soy yo. La soledad es más patente aunque arranque un montón de estrellas al infinito. En mi estudio añado perseverancia a las cosas. La lucidez y la conciencia son una especie de antilibertad. No puedo elegir, a diferencia de los niños, entre tanta cosa abstracta. Sólo Helena es válida en Troya.


Lunes, otra vez y en temporal.

1
Llegué al palacio de mármoles en 1783. el agua caía y se deslizaba sobre las infinitas ventanas rectangulares de cuatro vidrios. Ahora, después de tantos años, lo recuerdo con profunda claridad. El palacio, al que me refiero es el Belvedere de Viena.

Entre conversaciones amenas de visitantes desconocidos, Sassy se hacía a mi pecho sin ninguna desmesura. Una familia austríaca se encargó de presentarnos ante la concurrencia. Sólo que las luminarias —mezcla de feudalismo y renacimiento— me tenían embelesado.

Apenas hablaba. Sonreía. Mi libertad no está en la multitud. Mejor dicho, amo ser espectador anónimo. Y no es, por supuesto, que la timidez me exacerbe. Sólo que las conversaciones no siempre me resultan fáciles. De antaño me acostumbré, —en diferentes abadías—, a hablar sólo con Dios. Esa fuerza es la sabiduría de la mente y el dominio del cuerpo.

Bajé. Subí las diferentes escaleras. El temporal emblanqueció mi barba. Era invierno y Sassy se enroscó en mis brazos. No dije nada a sabiendas que, las palabras, suelen ser más audaces que los propios y particulares hechos.

2
Los hilos de agua caen sin parsimonia. Sobre las casas se extiende un gris de misterio eterno. Así he pasado largos años en ese viaje continuo. Andar entre sombras reverberantes es mi oficio. Todos los caminos, hasta donde sé son mudos. No dicen más que el aire que deja caer su espesor. No dicen más que la emoción del beso o del sollozo.

A veces no estoy seguro de nada. Quisiera estarlo con mucha precisión cuando consulto mi oráculo. Quisiera estarlo como se tiene la certeza de la sangre y la muerte, aunque esto no sea siempre posible en la vida.

He vuelto a caminar entre guijarros. Esto es posible, le digo, con una sonrisa a mi conciencia y realidad. Basta con afincar bien el olfato y pegar un salto sobre las breñas.

Revivir el pasado es una absurda pretensión. Es algo así como el ministerio de una conciencia en penas. Partir, es parte de la sabiduría de la irradiación. Hay estelas que van quedando en un halo de soledad. Este Universo tiene rejas extrañísimas, graznidos y plumajes. El invierno, —que al fin es lo que me interesa— es un lingote de mágicos colibríes: “ fons aquae dulcis et incredibile magnitudine”.

3
Entrar al Children Mseum fue una experiencia sumamente extraordinaria. Afuera, a punto de iniciar su itinerario, estaba el Museobús propiciando una marejada de experiencias sensoriales en los niños. ¡Qué lejos de eso estamos en El Salvador! Creo que el arte en la vida de un niño o persona adulta, es más enriquecedor que el contacto con otras personas.

Al lado mío estaba Paul Varine-Bohan, un francés cuyo conocimiento pictórico y literario era como un cántaro de entrañables fosforescencias. Le hice algunas consultas y fue toda una cátedra.

Cathy me observaba, no sin algún disimulo, mi estilo parroquiano en medio del primer mundo. Una oscuridad de lluvia rodeaba la ciudad. En estas zonas, altamente frías, las lluvias producen el hielo negro. Y, el conducir, se vuelve sumamente peligroso. Sin embargo, Kathy es esperta del volante.

Las diversas actividades me sacaron del Children Museum. Justo a las diez de la mañana; una estación de radio colindante con Canadá, me haría una entrevista. Jane nos estaría esperando en la estación. Fue un viaje de por lo menos tres horas. Sobre mis manos, cubiertas con guantes negros, Kathy, había puesto un fabuloso libro de Steele, que de todo, únicamente recuerdo: Reading is to the mind what exercise is to the body”...


André Cruchaga

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Publicado el: 23-12-2003
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