Podría decirse que
yo existía de alguna forma
antes de ser la persona que soy,
cuando era algo posible:
mitad habitando en mi padre,
mitad habitando en mi madre.
Hasta que un día preciso, único,
irrepetible, día uno, absoluto,
formé una unidad
con mis dos partes separadas.
No lo planifiqué,
no fue una elección mía.
Estábamos allí,
haciendo cada uno nuestras cosas,
pero nos vimos lo suficiente
para enamorarnos.
Surgió sin pensarlo.
En realidad no lo decidimos,
no fuimos nosotros los que elegimos.
El sublime instinto llamado amor
fue el que eligió en lugar nuestro.
Mañana, sorpresivamente,
aun sabiéndola tras la puerta,
lista para arrebatarme,
moriré sin remedio.
Está determinado desde
que se determinó que viva.
No podré elegir lo opuesto,
ni el día, ni la hora;
salvo que lo precipite,
lo que tampoco sería elegir
sino dejar que elija por mí
la impotencia del desconsuelo.
Quizá nunca elegimos nada.
Quizá siempre lo que acontece
elige por nosotros.
Quizá una vida feliz, sea eso:
no elegir, no desear,
no esperar, no imaginar.
Saber que lo que pasará
será, tan sólo, si nos eligen.
|