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Raúl Castillo Soto


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Rutina

                    "...Aislado así como el mar,
                    profundo en sus corredores."
                    Pablo Neruda          


En su despertar malogrado por el chirrido constante del ir y venir por el ágora moderna de esta ciudad, el ahílo mañanero hizo presa de sus restos mundanos; secuela a una noche de ronda callejera. Era sábado y por la sensación de malestar que arrastraba le parecía haber llegado al octavo día, al día del juicio final.

Presto a llevar a cabo sus acciones rutinarias puso sus aun tibios pies sobre el sucio y frió tapiz de la habitación. Una nueva sensación, esta vez de pesadez, se elevó a su espíritu; la cual le pareció ver plasmada en un vaso de cristal a medio llenar que asomaba curioso entre las cortinas y sombras que arropaban aquellas lúgubres paredes. Acto seguido, se concentró en el ritual de estirar sus aun entumecidas piernas mientras elevaba su mirada al espacio, contemplando la tétrica habitación en penumbras, que había sido en la noche anterior escena de una soledad gris y mustia; cincelada con el transitar de toda clase de alimañas.

(Las paredes observaban en silencio, con su cara de escombro y llagas multicolores, al ser inmundo que entre ellas habitaba.)

Sus procesos mentales disminuidos, entretuvo palabras confusas, ininteligibles, ideas distorsionadas; rememoraba escaso de sentido los acontecimientos pasados cuando comenzó a sentir los efectos de la borrachera pasada.

De pronto alcanzó ver una puerta abierta, se detuvo momentáneamente en su umbral, finalmente entró tambaleante, balbuceando incoherencias. Era el único otro cuarto de su aposento; donde él se dirigía a deshabitar sus entrañas cada vez que el licor le hacia mal. Apenas comenzaba a verse en el reflejo quebrado del baño cuando de pronto, casi mecánicamente, se arrojó un jarro de agua a la cara, desapareciendo tras una catarata momentánea.

“Entre las aguas emerge su surcado, decadente y menoscabado rostro sostenido por el quijotesco trazo de su cuerpo encorvado y seco,” recitó Eusebio Vera sin sonreír.

Él no abrigaba falsas expectativas en lo concerniente a su apariencia; sabía que sus mejores días se habían extinguido y que podía contar con el “maldito espejo”, su devoto y fiel amigo, para señalarle la verdad.

Eusebio se había pasado la mayor parte de su vida tratando de evitar el rechazo y el fracaso. No lo había hecho muy bien. Ahora sentía miedo de establecer relaciones íntimas, por consiguiente, permanecía distante con esporádicos intentos de acercarse a la gente. Eventualmente regresaba a la vieja conducta de la indiferencia, del aislamiento; al naufragio emocional y el reencuentro con la botella, su medicina habitual e inseparable compañera.

En estos días Eusebio enseñaba poco a la manera de expresión facial o emociones. Sus ojos se mostraban apagados, densos y vacantes, su cuerpo tenso y confinado. Huyendo a esa insolente realización, ahora cobijaba su ego mirando entre las hojas frías de una ventana, tal vez la única en aquel lugar; no recordaba. Abajo caminaban huestes en su hormigueo incesante, que a él le parecían parte de una película muda de la época de Chaplin. Respiraba hondo, en busca del aire fresco que daba paso al hollín y el aliento de su ciudad.

“Ciudad de humo, de pestes, de basura, de gente opresa y marginada; unos fingiendo la vida en sembradíos de cemento, otros muriendo la vida entre murallas de cartón,” sermoneó el huésped sin mover sus labios. Aun así, le conformaba el que tanta gente viviese en su mundo.

Eusebio Vera había sido un inspirado y prometedor poeta, de rara sensibilidad; novedoso en su arte, según atestiguaba un recorte de periódico pobremente enmarcado que hondeaba precariamente sobre el cabezal de la cama. A insistencia de familiares, y otros que decían saber de lo que hablaban, Eusebio había desertado todo aquello que conocía y amaba, su familia, su tierra y eventualmente su inspiración, en busca de una mejor vida.
Diez años y varios manuscritos rechazados más tarde ya no escribía; ni versos, ni cartas. La musa de sus versos moría, herida en el entorno.

La correspondencia reflejaba otra clase de realidad, quizás una más hiriente que aquella del espejo. Desde el linóleo resquebrajado protestaban notas de cobro, cartas de rechazo de las casas editoras y reproches familiares sin audiencia. Ya hacía tiempo que no abría ninguna. Eusebio logró posar en cuclillas brevemente con la intención de examinar al azar alguna carta, aún sellada, que llamase la atención. Alcanzó ver una con la dirección de remitente correspondiente al último editorial en rechazar su obra. Consiguió abrirla, pero se detuvo a contemplar el tremor en sus manos.

“¡Quizás lea esta otra cuando tenga necesidad de limpiarme el trasero!” sentenció el poeta, con una vulgar sonrisa en el rostro mientras arrojaba la ignorada hacia el resto de la hojarasca.

La descartada misiva gritaba: ¡Felicitaciones! Nuestro editorial se complace en…

(Los muros temblaron con su voz; las sombras señalaban a aquel papel, el silencio lo ahogaba.)

Por un momento todo le pareció fuera de lugar. En su mente contemplaba experiencias borrosas y aturdidas; nada que explicara la anarquía a su alrededor. Su consciente se sublevaba, regresaba a su refugio; aquellas cuatro paredes que siempre le escuchaban sin queja, sin el rumor del mundo exterior.
Se atrevió a pensar sobre su recién perdido trabajo en la imprenta, los cupones de alimentos, el desempleo, las largas filas y las agobiantes preguntas. Todo brotaba como ideas locas en un mar sin sentido. Tratando de hacerse el gracioso para salvar la humillación del momento comenzó a declamar, trabajosamente, un estribillo que había hecho muy suyo:
“Al mantengo encadenado, manco en habilidades, pero el dinero asegurado.”
Ahora reía enajenado, (las esquinas y paredes repetían en conjunto) reía de su estéril vida, de lo inútil de su existencia, mas pronto regresaría el “güiken” con sus fiestas y paseos, con su alcohol incitante.

Desde una butaca roja, perplejo, como sin vida, contemplaba un pedazo de pan que en la mesa hacia de cortejo a una manzana ultrajada. Extendía una parte de su pobre dimensión humana tratando de amordazar un sonido rítmico, metálico, que tercamente hería uno de sus aun no atrofiados sentidos, cuando desde la calle comenzó a escuchar el radio a todo volumen de un Cadillac convertible, color amarillo canario, estacionado en la acera. “Todo tiene su final, nada dura para siempre…,” cantaba el cantante de los cantantes, Héctor Lavoe.

(Las sombras bailaban y las paredes entonaban su melodiosa Salsa)

Eusebio reconoció la música que desde niño veneraba pero pronto ésta se desvaneció entre el acero del subway y el ladrillo rojo del Bronx, devolviéndole nuevamente a su lamento.
Finalmente entre la punta de carbón de un lápiz mordido y el arrugado lienzo de un papel de estraza el poeta divariaba:

“Entrega sus ojos al vació sin fuerzas para responder.
Un roedor entre sus pies, una carcajada sin sentido,
las tinieblas ocultan la distancia, el firmamento;
el día agoniza entre sus horas,…”

Y en un momento de sobriedad descubrió…que estaba solo.

(Las paredes ahora no miraban, cantaban al silencio, parecían lamentarse, parecían comprender todo y se ocultaban oscuras y tímidas a esperar…otra rutina)

Segun publicado en el Periodico Claridad (2007) de Puerto Rico bajo el titulo Despertar


Raúl Castillo Soto

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Publicado el: 04-11-2008
Última modificación: 04-11-2008


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