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Julio Serrano Castillejos


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Cerrada de Agamenón 16, II






Mi mamá sobrevivió el doble de lo calculado por los médicos de Petróleos Mexicanos y para mí eso representó un regalo del Cielo. Guardo una película en donde aparece, ya enferma, en la casa de la cerrada de Agamenón 16, y en esa cinta se puede apreciar su buen carácter, pues nunca perdió su sonrisa franca ni sus contagiosas carcajadas. Mientras escribo estas líneas tengo a la vista -en mi despacho particular- dos fotografías de ella. Una, en donde aparece de unos quince años con la boca pintada en forma de corazón y otra ya de treinta y dos años, tan bella como Miroslava (la artista del cine mexicano), y creo no exagerar un ápice. Recuerdo vivamente sus ojos verde esmeralda, su bien perfilada nariz y su perfecto óvalo de cara. Contar con los servicios médicos de Petróleos Mexicanos para la atención de mi querida madre fue algo verdaderamente valioso, pues en diversos intervalos mi mamá estuvo en el sanatorio unos siete meses, además de todas las pruebas clínicas y estudios que ahí le hicieron. Ahora se entenderá, entre otras razones, la principal para decir que Pemex fue mi solución.

Cuando mi mamá estaba ya muy enferma, mi prima hermana Elena Serrano Guillén, compañera mía de trabajo en la Gerencia Jurídica de Petróleos Mexicanos, me hizo saber que en los ámbitos espirituales es posible ayudar a las personas con serios quebrantos de salud. Para ello es necesaria una confraternidad entre varios miembros dispuestos a entrar en la misma sintonía, pues ya unidos, logran experimentar otras dimensiones ayudándose mutuamente. Le pedí me explicara con más simplismo el método y ella entonces me dijo: -“Es muy sencillo, entre todos visualizamos a la enferma y le enviamos energía”. Por ese entonces y por recomendación de la aludida familiar leí “Cómo aprovechar sus percepciones extra sensoriales” de Harold Sherman, en donde el autor maneja la teoría consistente en obtener beneficios simplemente adoptando posturas positivas, es decir, ver la vida con optimismo e irradiar esa confianza a los demás. Por ejemplo –dice el mencionado escritor -, si usted entra a la oficina de su jefe a pedir un aumento de sueldo con la idea de que se lo van a negar, tenga la seguridad de que está usted alentando su propio fracaso; pero, si por el contrario, solicita el aumento en la seguridad de obtenerlo, su jefe se verá contagiado por el optimismo de usted y accederá gustoso a su petición. Para que la realidad virtual espiritual se materialice es necesario creer en ella, darle cuando menos un voto de confianza, después la mente se encargará de hacer el resto. El conocido pero también peligroso juego de la ouija manifiesta claramente la sencillez con la cual podemos poner en marcha percepciones de supuestas realidades. Podrá parecer infantil, pero me puse a pintar mi casa con verdadero frenesí, y a cada brochazo de pintura pensaba que esa era la medicina para detener el crecimiento del tumor que mantenía postrada en cama a mi mamá. Ignoro si ello coadyuvó a duplicarle el tiempo de vida a mi linda progenitora, pero yo no podía dejarme vencer por la tristeza ni el desaliento.

Sepultamos a mi madre en el panteón Español de San Joaquín junto a su abuela, doña Celerina Palacios (Mamá Nina) y estoy pensando en la posibilidad de depositar sus restos en un osario de alguna iglesia católica, pues esa era la religión de doña Betty.

En Petróleos Mexicanos ascendí a la categoría de Abogado “A” Especialista en Derecho Laboral, cuando encabezaba esa oficina el licenciado Fausto Acosta Romo, compañero de mi padre en la Cámara de Senadores en el gobierno de Adolfo López Mateos. El ascenso no se debió a la amistad antes señalada, aunque sí a mis derechos escalafonarios. Inclusive, en varias ocasiones le solicité a Acosta Romo me comisionara a otras secciones para practicar diversas ramas del derecho y siempre me contestaba: -“Tu educación como abogado especializado en Derecho Laboral le ha costado mucho dinero a Pemex y sería un desperdicio mandarte a otro lado”. Los salarios de los abogados petroleros eran para vivir decorosamente pero con ciertas limitaciones, entonces con la anuencia de Acosta Romo decidimos todos los abogados bajo su mando ir a ver al licenciado Ricardo Carrillo Durán, a la sazón Subdirector Técnico Administrativo, para pedirle fuese nuestro vocero ante el Director General de la Institución y se nos dieran nuevas categorías en el tabulador para obtener mejores emolumentos. Como en los banquetes y fiestas de nuestra oficina la hacia de maestro de ceremonias me mandó a llamar Acosta Romo y me pidió llevase yo la voz cantante para formularle la solicitud al abogado Ricardo Carrillo, pues “no era conveniente hablasen todos al mismo tiempo” en un grupo de aproximadamente sesenta abogados. Fuimos a pedir una audiencia al señalado subdirector y ya en su presencia di a conocer mis argumentos, o sea, los de todos los que me respaldaban con su presencia, pero don Ricardo se quiso salir por la tangente y al intentar una cuchufleta cargada de sarcasmo consistente en preguntarnos si exigíamos mejores salarios para “vestir de casimir inglés”, una voz de los compañeros colocados hasta atrás respondió de inmediato: -“Nos conformamos con vestir de Rivetex”, dejando así de una pieza al alto funcionario, pues ese era precisamente el eslogan publicitario de la señalada marca de ropa para caballeros. Como nada nos resolvió Ricardo Carrillo subimos a los dos días a solicitarle unos minutos de su tiempo al director general, el ingeniero Antonio Dovalí Jaime. Como fui nuevamente comisionado para argumentar motivos y razones, expuse ante el señalado personaje la argumentación –a nuestro juicio- más convincente y obtuvimos un aumento de sueldos verdaderamente simbólico.

Mi primo Federico Emilio Serrano Figueroa, quien pudo haber sido un magnífico abogado dadas sus particulares características, en lugar de continuar por el sendero de las normas jurídicas se dedicó a atender el negocio de exhibición de películas iniciado en Tuxtla por su padre (mi tío Fredy) y en su calidad de gerente hacia viajes a la ciudad de México para programar y para la compra de equipo cinematográfico. Así, en uno de sus desplazamientos a la capital me dio cita en su hotel para comentarme la ya próxima apertura de un periódico a iniciativa del tío Esteban Figueroa Burguete, hermano de su mamá, pues conocía mi afición al periodismo y supuso me provocaría fascinación la posibilidad de colaborar directamente. El nombre propuesto para el nuevo órgano informativo era “La República”, pero como así se llamaba la revista del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Revolucionario Institucional, les fue negada la autorización por la Secretaría de Relaciones Exteriores, tomando entonces la fácil vía de llamarlo “La República en Chiapas”. Como en la Escuela Secundaria Número Tres de la Avenida Chapultepec tomé el taller de Imprenta y además fundé en el Colegio Franco Español el periódico festivo “La Chachalaca”, del cual yo era director, gerente, reportero, distribuidor, tesorero y voceador, mi experiencia periodística no arrancaba de cero, máxime –como lo señalé capítulos atrás- que con Mario Hernández Malda fundamos y echamos a funcionar el periódico “Nueva Generación” en la Escuela Nacional Preparatoria, ya impreso con todas las formalidades de la época y hasta con anunciantes de tan buen nivel como “High Life” y la joyería “La Princesa”. El primer director del “moderno” diario chiapaneco fue Rodulfo (Rudy) Figueroa Aramoni, y a decir verdad, escogió como “cabeza” unas candorosas letras escritas sobre cubos, como los usados por los niños de párvulos y ello le restaba prestancia y seriedad al tabloide en cuestión, de donde se me ocurrió echarme a buscar ayuda encontrando la de mi amigo y compañero de trabajo en Pemex, Octavio Medellín Enríquez, quien estaba contactado con el dibujante encargado de la publicidad de la campaña electoral del candidato del PRI a la Presidencia, José López Portillo, y fue así como salvamos la situación de una buena “cabeza”, enviada por mí a Rodulfo Figueroa con una carta de la cual guardo copia. He ahí un importante dato que Rudy siempre soslayó para ponerse la medalla en el pecho. Desde el primer número participé en dicho tabloide, enviando mis artículos por correo desde la capital de la República, y a su vez, el citado director me remitía el periódico en paquetes de cinco y hasta diez números.

Era feliz con mi sistema de vida pero me preocupaba el desmedido crecimiento de la ciudad capital y las muchas horas soportadas con estoicismo sentado al frente del volante de mi automóvil para transportarme de un lugar a otro. Un día 24 de febrero en la parte sur del periférico poniente cuando iba yo hacia la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje a atender mis audiencias, todos los vehículos se detuvieron y por espacio de veinte minutos no avanzaron un solo metro. Cuando pude salir de ese atolladero en una calle aledaña me bajé del carro para hablar por teléfono a la Junta y solicitar me suspendieran la audiencia por causas de fuerza mayor. “No se preocupe”, me respondió la voz al otro lado de la línea, “algo muy grave ha de estar pasando pues nadie ha llegado al tribunal; yo vivo a trescientos metros y por eso estoy aquí”. Al día siguiente por los periódicos nos enteramos los capitalinos, que para rendirle un homenaje a la bandera el presidente Luis Echeverría Alvarez se trasladó a las ocho de la mañana de Los Pinos hacia el Zócalo en su automóvil, pero el Regente de la ciudad, Octavio Sentíes, para darle facilidades en su transitar al titular del Poder Ejecutivo mandó a cerrar varias calles, con el consiguiente caos y la regañada pública de parte de Echeverría al apenado funcionario, por tan enojoso incidente. No existían los ahora llamados ejes viales en la capital y por cualquier motivo, como una pequeña manifestación de personas o la descompostura mecánica de un camión en una vía importante, se desquiciaba el tránsito de automotores. Mi hija Ana Olivia jugaba en la cochera de la casa con su carro de pedales y para darle autenticidad al asunto, gritaba constantemente: “¡Estúpido! Fíjate lo que haces”. Mi esposa reprendía a la niña, de escasos cinco años, y ella se defendía: -“Así maneja mi papá”.

Una lluviosa tarde salí de Petróleos Mexicanos para dirigirme a comer a mi casa y al circular en el Periférico del lado poniente de la ciudad, vi a un señor bien vestido junto a un automóvil, aparentemente averiado, haciendo señales de auxilio. Detuve mi carro y le pregunté en qué podía ayudarlo. –“Por favor, écheme la mano –dijo en tono apurado-, traigo a un embajador pero el automóvil se nos descompuso; hágame el servicio de sacar de aquí al señor y conducirlo a un sitio de taxis”. Cuando el señor estaba ya sentado junto a mí le vi cara de conocido y le pregunté su nombre. –“Soy el general Luis Gutiérrez Oropeza, fui Jefe de Estado Mayor Presidencial con el licenciado Gustavo Díaz Ordaz, acabo de salir de Los Pinos, pero una falla mecánica de mi coche me metió en la necesidad de solicitar la ayuda de alguien, déjeme por favor en donde pueda tomar un taxi”. Le expliqué que era yo abogado de Petróleos Mexicanos y que si no tenía inconveniente podía llevarlo hasta su domicilio o al sitio que él quisiera. Accedió y nos fuimos platicando en charla muy amena por espacio de unos cuarenta minutos pues el tránsito de vehículos estaba un poco lento a causa del copioso aguacero. Al arribar a su lujosa mansión, ubicada en el Pedregal de San Angel, me invitó a comer con él, pues a esas alturas de nuestra conversación supo que era yo hijo de su antiguo amigo Julio Serrano Castro. Ya en la mesa y mientras tomábamos unos whiskys me hizo saber que el licenciado Gustavo Díaz Ordaz había ayudado a Luis Echeverría a grado tal de hacerlo Secretario de Gobernación y posteriormente candidato del PRI a la presidencia de la República, y que en pago por tan señalados favores, Luis Echeverría se había dedicado a hostilizar a los amigos del ex presidente poblano y a don Gustavo mismo, quien estaba convencido que no había en el mundo ingrato más grande que el actual presidente, Echeverría. Inclusive –dijo-, acabo de entrevistarme con él en Los Pinos y me pidió mi dimisión como Embajador de México en Portugal, y por lo visto –agregó- me levanté por el lado izquierdo de la cama, pues bajo una fuerte lluvia se le ocurre a mi coche descomponerse. Nos tomamos unos tres whiskys cada uno mientras la esposa del general Gutiérrez Oropeza escuchaba las quejas de su marido, acompañándonos exclusivamente con su presencia, pues ella ya había tomado sus alimentos por lo avanzado de la hora. Ya entrado en el calor de las confidencias, de los tragos y alentado por el disgusto que hacia una hora y media le hizo pasar el presidente Echeverría, me relató que siendo éste candidato a la presidencia don Gustavo Díaz Ordaz estuvo a un tris de “enfermarlo” cuando supo que en una visita a la Universidad Nicolaita guardó un minuto de silencio por los muertos de Tlaltelolco, como si él no hubiese “tenido vela en el entierro”. Lo cierto –afirmó el general- es que Echeverría alentó la participación del ejército en octubre de 1968, pero don Gustavo en una actitud viril absorbió toda la responsabilidad en un memorable discurso al rendir su Informe del año siguiente. “-Díaz Ordaz no quiere ver a Luis Echeverría ni en pintura -manifestó Gutiérrez Oropeza- pues se ha dedicado a ofenderlo a él y a todos sus amigos”. Al terminar de comer me llevó don Luis a conocer su casa, las caballerizas, los automóviles, que a mí me parecieron de colección, y me invitó a visitarlo nuevamente en compañía de mi esposa y de mis hijos, pero nunca me ha parecido correcto ser un oportunista y de esa manera decliné el honor de su amistad. Cuando supo que vivía con mi familia en el fraccionamiento Lomas de Axomiatla, dijo tener a la entrada del mismo un lote cercado con una verja y sembrado de pasto inglés y árboles de ornato. Cada vez que pasaba por ese lugar recordaba mi conversación con el general Luis Gutiérrez Oropeza y me congratulaba por ser proclive a brindarle mi ayuda a desconocidos de buena presencia, pues tal circunstancia me puso en el camino de una celebridad que en un momento álgido de su vida me hizo receptor de sus confidencias, las que ahora me atrevo a publicar al paso de los años y con la ilusión de coadyuvar de cierta manera a aclarar asuntos históricos de interés general. Le comenté el incidente a mi padre y me dijo que Echeverría había enloquecido al llegar al poder y que el primer sorprendido de la “locuacidad” de alguien que creía saberlo todo y no sabía nada, era Gustavo Díaz Ordaz, quien seguramente estaba arrepentido por su mala elección al colocar en el más alto sito republicano a un pícaro, pues su torcida conducta no podía ser calificada de otra manera.


Corrió el rumor de la necesidad de descentralizar el trabajo de las Juntas Especiales de la Federal de Conciliación y Arbitraje, para lo cual se iban a abrir seis tribunales regionales, uno en Mérida, uno en Tuxtla Gutiérrez, otro en Jalapa, uno más en Guadalajara, otro en Monterrey y uno más en Hermosillo. Así se hizo y se convocó a la realización de convenciones en el mes de octubre de 1976 para elegir a los representantes del trabajo y del capital, pues los representantes del gobierno están sujetos a nombramiento. El licenciado Fausto Acosta Romo, Gerente de Asuntos Jurídicos de Pemex, preguntó quiénes estaban dispuestos para irse a las representaciones del capital en la juntas de Jalapa y Tuxtla Gutiérrez, haciendo notar que los voluntarios para tales puestos estaban destinados a obtener sendos triunfos en las convenciones, dada la importancia de la fuerza numérica del voto de la empresa. Como incentivo especial, los dos citados voluntarios se irían ascendidos con la categoría de Ayudantes Técnicos y con los gastos pagados de transportación para ellos, para sus dependientes económicos y de su menaje de casa. Consulté con mi esposa la posibilidad de irnos a probar suerte a Tuxtla. A ambos nos cautivó la idea de llevarnos a nuestros cuatro hijos a un sitio de vida más saludable y de menores riesgos, en donde teníamos por una y otra parte familia numerosa, y sobre todo, gozaríamos permanentemente de la paz de la provincia mexicana. Nos desalentaba un poco enfrentarnos a los sofocantes calores tropicales y el dejar una casa propia para volver a paladear el ácido sabor del pago de rentas mensuales, pero esto último se compensaría con la mensualidad cobrada por nosotros a quien deseara rentar nuestra propiedad de Cerrada de Agamenón 16. Fue cuando saltó a la palestra como posible inquilino Sergio Santa Cruz Aceves con su guapa y distinguida esposa Socorro, el mismo aquél que en una visita afirmó “esta casa algún día será de mi propiedad”. Por ese entonces se inició el deterioro de la economía del país, pues Luis Echeverría Alvarez no supo sostener la fortaleza del peso mexicano devaluando la moneda, lo que no sucedía desde el año de 1954, ya en el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines. Los analistas atribuyeron la devaluación de 1976 al uso inmoderado de la máquina de hacer billetes, como resultado de la actitud indecorosamente populachera del presidente Echeverría para aumentar los salarios a la clase burocrática nacional. Nuestros amigos de Petróleos Mexicanos nos organizaron despedidas en alegres fiestas de parejas matrimoniales; al igual que algunos familiares de mi esposa como Quena Castañón y su marido Eduardo Gutiérrez, con la asistencia de Fernando Farrera Castañón y su consorte Elena Castillo Morell, sin faltar mi querido amigo y pariente Fernando Jiménez Serrano con su cónyuge, Gloria Vilches.

En la Secretaría de Comunicaciones y Transportes presencié la transición entre funcionarios salientes y de nuevo ingreso al cambiar la banda presidencial del pecho de Luis Echeverría Alvarez al más robusto de don José López Portillo. Para entonces, habíamos decidido mi esposa y yo probar suerte en Tuxtla Gutiérrez y como gané la convención con el voto de Pemex, era cuestión de esperar se corrieran los trámites contractuales y así las cosas teníamos un pie en el estribo. El director de asuntos jurídicos que quedó en lugar del substituto de Mario Ruiz de Chávez, pues éste ya había renunciado para irse como diputado federal por el Estado de México, me invitó a renovar mi contrato de prestación de servicios profesionales por otros seis años en la Comisión Técnica Consultiva de Vías Generales de Comunicación, pero debí rechazar la oferta para irme a cumplir compromisos suscritos con Petróleos Mexicanos, en la inteligencia de que hipotéticamente no disminuirían mis ingresos, pues además iba a cobrar en la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, por no existir incompatibilidad legal para ello.

Nuestra última Navidad como residentes de la capital del país la pasamos en la casa de mi hermana Martha y mi cuñado Virgilio Anduiza Valdelamar, con nuestros hijos, las tres nenas de ellos y mi padre acompañado de su esposa, además de un sobrino de los dueños de la casa, de nombre Roberto Anduiza, con más arrobas que un toro de Miura. Mi citado cuñado, desde muy joven debió velar por sus padres y a pesar de ser el más pequeño de los hermanos, tuvo la fortuna y el privilegio de ser el sostén de su par de viejos. Fue su señora madre la que le inculcó el gusto por la declamación a Virgilio enseñándole además los secretos de la misma. Don Jacinto, padre de Virgilio, era hijo de españoles y al contraer nupcias con una queretana, vino a coadyuvar en la posibilidad de forjar la raza cósmica, de la cual hablaba el filósofo mexicano José Vasconcelos, como el súmmum de la perfección humana. Mi hermana y mi cuñado adquirieron en propiedad una casa en Coyoacán atrás del templo principal, comprándosela a un antiguo amigo de nombre Victor Kiune y a su esposa Margarita Peimbert Sierra, nieta del célebre educador don Justo Sierra. Mi cuñado, a quien he llegado a entender ahora cuando ya estamos viejos, recibió una especie de segunda educación –dicho con todo cariño- por parte de mi hermana Martha, pues con una paciencia digna de Santa Rita de Cacia, lo fue modelando para suavizar su fuerte carácter. A Virgilio lo conocí en el Instituto México (en donde era compañero de salón de Enrique Alvarez Félix) de las calles de Amores en la Colonia del Valle, cuando cursábamos el sexto año de primaria y muy posteriormente lo veía en la Facultad de Derecho. Cuando contrajo nupcias con mi hermana Martha en una linda y colonial iglesia de San Angel, ahí me despedí de ellos, pues como mi madrastra no me abría las puertas de su casa, me era imposible asistir al banquete. Con esa pareja de acendrados católicos pasamos la Navidad del año de 1976.

Por conducto de doña Canda Castañón Morell, hermana de mi suegra, logramos con nuestras gestiones telefónicas nos rentara su casa Martha Calderón Cruz de Aguilera, en la calle de Colombia de la Colonia El Retiro, en una esquina con dos espigadas palmeras “borrachas de sol”. En el Tuxtla de esos días era un garbanzo de a libra conseguir casa en una buena zona de la ciudad, pues la Comisión Federal de Electricidad estaba construyendo la presa hidroeléctrica de Chicoasén a escasos cuarenta minutos por carretera, y como es de suponerse, sus ingenieros y funcionarios administrativos acaparaban las mejores residencias, pagando por ellas cantidades muy superiores a las de su valor real de renta. Chabe hizo maravillas para instalarse sin mi ayuda y sin desatender a los cuatro niños, pues yo me quedé en la ciudad de México a finiquitar gestiones a fin de legalizar el traslado y su financiamiento. Inclusive, mi esposa arregló la casa con muy buen gusto, si tomamos como base las limitaciones para conseguir objetos de ornato y hasta objetos, en otras ciudades considerados elementales. Cuando llegué ya tenía cortinas instaladas y todo en su lugar. Nos sentíamos personajes de una película, pues a la cascada de fiestas que nuestros familiares y amigos nos hicieron en la capital de la República para despedirnos, ahora se sumaban las de bienvenida en la muy noble y leal Tuxtla Gutiérrez. Inscribimos a nuestros hijos en una de las mejores escuelas a cuatro cuadras de la casa, pagando para ello colegiaturas con un esfuerzo económico muy por debajo del realizado para tener derecho a las instituciones de enseñanza de similar categoría del Distrito Federal. Marginalmente debo señalar que en la actualidad la mayoría de los dueños de escuelas particulares han abusado en el monto de las colegiaturas en Tuxtla, sobre todo si se toma en cuenta el bajo nivel académico que ellos ofrecen.

El entorno urbano de Tuxtla no era muy alentador y carecía del desarrollo comercial al que estábamos acostumbrados. Inclusive, para salir a comer los domingos a algún sitio público sólo teníamos el restorán Flamingos, la cafetería del hotel Bonampak, el Club de Golf campestre y a quince kilómetros de la ciudad, la Cruz del Llano. La población tendría posiblemente unos cien mil habitantes, de donde se puede colegir un crecimiento desorbitado de los últimos 25 años, pues los cálculos conservadores hablan de más de medio millón de personas. El supermercado de la Colonia El Retiro sería actualmente una modesta tienda, pero hace veinticinco años representaba la mejor opción para las amas de casa. En resumen, llegamos a un Tuxtla ciertamente pueblerino, si lo comparamos con el de ahora, de tiendas departamentales, restoranes de cierto postín, amplias y periféricas avenidas, hoteles pertenecientes a importantes cadenas, un parque llamado De la Marimba con una estructura ornamental distinta a la de las mezquinas edificaciones de los gobernantes de antaño, y en fin, un desarrollo urbano con importantes obras tanto del sector público como del privado.

Al regresar al Tuxtla de mi infancia se me abrieron los ojos del entendimiento a nuevas concepciones de vida, pues la que traía de la ciudad de México estaba supeditada a las formas y a los métodos de una sociedad mestiza y aburguesada. En la gran ciudad se tiene trato con un indígena cuando en las esquinas se les compra un chicle, pero nada más. En el estado de Chiapas, se comparte el espacio de manera muy directa con las gentes de todos los estratos, incluidas las curules de la Cámara de Diputados, en donde el compañero de asiento de un rubio puede ser un zinacanteco o un chamula, de sombrero tejido con palma y con cintas de colores colocadas estratégicamente en el ala. Ya no era el Tuxtla edénico de mis años mozos, pero sí una risueña ciudad en donde fuimos recibidos mi esposa, mis hijos y yo con una hospitalidad que por fortuna se extendió interminablemente y en donde hemos hecho amigos que con su benevolencia y cariño nos han permitido sentirnos en el más acogedor de los rincones del mundo. Un día escribí un artículo periodístico titulado en paráfrasis al poema de Renato Leduc “Sabía virtud la de cantinear a tiempo”, pues en la capital chiapaneca conocí en una primera etapa y en la segunda también, los más singulares sitios para tomar la copa, en donde las comodidades son inexistentes pero la calidad de las botanas o bocadillos hacen olvidar esa circunstancia. El talón de Aquiles de la sociedad tuxtleca está en la falta de comprensión para aplicar en bien de todos los habitantes los más elementales conceptos estéticos, como el de evitar esa profusión de anuncios comerciales que lejos de vender sólo causan contaminación visual. En dicho renglón la ceguera de las autoridades municipales de ayer, de hoy y de siempre es lacerante. A lo que no me he podido acostumbrar ni me acostumbraré nunca, es a la impasible conducta de algunas personas supuestamente educadas que esconden su falta de carácter en posturas que rallan en la falta de educación, pues tal parece les cuesta saludar y por ello prefieren aparecer ante los ojos de los demás como vulgares majaderos, es ahí en donde la proverbial hospitalidad de los habitantes de Tuxtla tropieza con una piedra inamovible, pues pasarán muchos años para que superen lo que ellos creen es una intrascendente postura. Me ha tocado en muchas ocasiones estar con un amigo en un restorán y ver que alguien se le acerca para hablar con él, pero a mí no me voltean a ver ni para un insignificante ademán, a manera de saludo, y ya no se diga para hablar conmigo. Curiosamente, es en Tuxtla el único lugar del mundo en donde he tenido innumerables veces la sensación de ser transparente, de ser etéreo o una especie de fantasma inaccesible a los ojos de ciertas personas.

A partir de los siguientes capítulos dividiré estas memorias en sexenios en íntima relación con la administración y gobierno de los políticos que ocuparon la titularidad del Poder Ejecutivo de Chiapas, buscando la manera de enlazar mis recuerdos con los más relevantes tonos de cada gobernante. Pretenderé ser objetivo y para trazar los márgenes en donde cada uno quedará encuadrado, me serviré de las más generalizadas opiniones públicas. Si llego a cometer errores, tenga la seguridad el lector, no se deberán a la mala fe ni a deseos reprimidos. Me acojo por lo tanto a la benevolencia de mis tres o cuatro lectores.














Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 11-10-2005
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