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Julio Serrano Castillejos


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Mi vida en la UNAM - Quinta parte

Para asistir al concurso internacional de oratoria de la ciudad de Zacatecas en representación de México mi amigo Enrique Soto Izquierdo redobló esfuerzos. Tenía a su favor un metódico sistema de vida dedicado al levantamiento de pesas, sin fumar y sin tomar licor, dormía además un mínimo de ocho horas al día y le dedicaba a la novia el tiempo apenas indispensable, pues el estudio lo mantenía ocupado en las horas hábiles. De físico atlético y cara de “muchacho joven del cine mexicano” muy al estilo de Joaquín Cordero, de buena estatura para el promedio de la época (1.74 metros), de cara rectangular y de barba muy poblada y negra como el carbón, de pelo quebrado y ademanes propios de la clase política universitaria, ensayaba ante el espejo su forma de pararse y las actitudes más propias para agradar al auditorio. Un día me citó en su domicilio y con Enrique fui a gestionar boletos gratuitos a las oficinas centrales de Ferrocarriles Nacionales de México y a algunas empresas camioneras, para llevar equipo de apoyo a Zacatecas, o sea, una numerosa porra y contar con gritos y aplausos a favor del representante mexicano. Unos quince días antes del concurso asistí a la casa de un connotado escritor ecuatoriano, expatriado en México desde el año de 1943 y muy amigo de mi padre, el licenciado Gregorio Cordero y León, quien todos los sábados le daba cabida en su domicilio a un numeroso grupo de intelectuales y artistas de cine para jugar naipes y charlar animadamente. El departamento del dramaturgo Cordero y León era el refugio de escritores, pintores, poetas y artistas de cine: Ahí conocí a don Roberto Soto Rangel, muy querido maestro de los actores jóvenes de aquél entonces; al actor español Angel Garaza, radicado en México e imprescindible en los elencos de las películas de Mario Moreno “Cantinflas”; a Evita Muñoz “Chachita, ya muy entrada en ese sobrepeso que habría de ser el motivo de sus crisis emocionales; a Alicia del Lago, interprete de la novia indígena de Tizoc (Pedro Infante); a Jorge Fegan, actor ecuatoriano asiduo concurrente a dichas reuniones; a Walli Barrón, de quijada prominente, ojos saltones y labio inferior sobresalido, características que lo colocaría en las preferencias de directores y productores para interpretar papeles de villano en docenas de películas. Con todos ellos tuve amistad muy cercana, a excepción de “Chachita” Muñoz, pues en una ocasión me quiso segregar del grupo argumentando que yo no era actor y debía por tanto permanecer ajeno a los comentarios del círculo de amigos de Cordero León. Pero la consentida del dueño de la casa era indudablemente Silvia Derbéz, ya por esos días consagrada como artista de primera línea y aun soltera. Al verme entrar Goyito –como le decía de cariño Silvia Derbéz- me presentó a un joven de unos 22 años de edad de nombre Blasco Peñaherrera Padilla, para pedirme acto inmediato le diera mi orientación y ayuda, pues venía “del Ecuador para representar a ese país sudamericano en el concurso internacional de oratoria organizado por el periódico “EL UNIVERSAL”. Le hice saber a Goyo y a Blasco de mi amistad con Enrique Soto Izquierdo y de mi compromiso moral con él, no sólo por ser mi amigo y compañero universitario sino por ser ambos mexicanos. El estudiante ecuatoriano, como futuro abogado y político en ciernes de muy buena catadura, me disculpó –por simple comprensión- ante Gregorio Cordero y León extendiéndome su mano franca y sincera solicitándome orientación no para combatir al representante azteca en la justa zacatecana sino para conocer aspectos relacionados con la cultura de la nación que “tan generosa acogida le había dado”. Concerté con Blasco Peñaherrera una cita y nos fuimos un día domingo con mis hermanas y una amiga de ellas a Cuernavaca. A los pocos kilómetros de recorrido Blasco manifestó su interés por conocer la bebida tan difundida en la cinematografía mexicana: el tequila. Al arribar a la pequeña población de Tres Marías paré el carro e invité a Blasco a probar el néctar del maguey pero ya trabajado en alambique. Nos situamos en una barra mientras mis hermanas y su invitada esperaban en el automóvil de mi padre a unos pasos de nosotros. –“Oye Julio –manifestó Blasco ya con la copa de tequila delante de él- ¿es cierto que debe uno poner un poco de sal en el hueco de los dedos índice y pulgar, dirigirla a la boca y de inmediato chupar un limón?”. Enterado por mi respuesta de lo atinado de sus datos así lo hizo y a continuación le pegó un prolongado sorbo a la copa tequilera haciendo cara de “esto está muy fuerte” pero se lo acabó estoicamente. –“¿En dóne supiste la forma tradicional de tomar el tequila?” –le pregunté a Blasco-. Dijo que en las películas de Pedro Infante. Estábamos hablando del asunto cuando de repente Blasco me hizo notar que junto al carro en donde se encontraban mis hermanas y la amiga de ellas un tipo de más de sesenta otoños, de pantalón de lana con pinzas dobles en las bombachas piernas, con chamarra hasta la cintura, de gruesas hombreras y sombrero de fieltro de estilo campirano, para dilucidar si los chamacos de la población tenían o no derecho a la propina por cuidar su destartalado vehículo, alegaba ante ellos con palabras obscenas y en tal razón “era necesario ponerle un hasta aquí”, propuso Blasco. El sujeto estaba acompañado de una güera artificial de pestañas exageradamente cubiertas de rimel, de uno cincuenta y cinco años de edad y vestida con vulgaridad, pero no me percaté del grado de intoxicación alcohólica de ambos y me le acerqué al varón conminándolo “a moderar su lenguaje ante la cercanía de los castos oídos de cuatro señoritas”. El tipo, con las arrugas propias de su vida licenciosa más que de la avanzada edad, enfureció al escuchar mis palabras, desenfundó una pistola calibre cuarenta y cinco, cortó cartucho y poniéndola cerca de mi cara dijo: -“No ha nacido el hijo de la gran tal que me enseñe a hablar ante los demás, le doy diez segundos para que se largue de aquí”. Blasco y yo subimos al coche y nos dirigimos a nuestro destino pero el sujeto nos empezó a seguir en su automóvil con su compañera a un lado, con los ojos inyectados un tanto de alcohol y otro poco de furia. Si yo aceleraba la marcha él hacía lo mismo y si la disminuía, él también bajaba su velocidad. Mi amigo ecuatoriano sumamente incómodo por el incidente me pedía no voltear a verlo y hacernos los desentendidos. Cuando el tipo nos dejó por la paz mi amigo Blasco empezó a respirar tranquilo, pues su idea de los mexicanos influenciada por el cine lo hizo pensar en la posibilidad de una tragedia de proporciones mayúsculas, pero salimos bien de tan enojoso asunto.

En un tiempo frecuenté el departamento de Gregorio Cordero y León con mi padre y ahí comíamos con Silvia Derbéz, de excelentes familias de Celaya. Inclusive, como mi padre ya estaba divorciado de mi mamá y buscaba la mejor forma de reconstruir un hogar, ante la insistencia de su amigo integrante de la Barra de Abogados Socialistas de México, tutor moral de Silvia, pensó en la posibilidad de ligarse sentimentalmente a la artista pero desistió de su empeño al recordar que su hermano Emilio, casado en primeras nupcias con la actriz Amanda del Llano, también abogado como mi padre no había podido compaginar su vida de juzgados y agencias del ministerio público con la de su mujer, de llamados a los estudios cinematográficos a las cinco de la mañana y viajes a diversas poblaciones del interior de la República para ir de locaciones. Silvia nos cantaba en francés “La vida en rosa” con una voz muy bien timbrada y una buena pronunciación nasal y gutural comparable a la de la diva Edith Piaff. Me gustaba Silvia para madrastra, por irradiar confianza y ternura en todos los que estábamos por una u otra razón cerca de ella. Cuando pasados algunos años contrajo nupcias con el conocido publicista Eugenio Salas fuimos a su boda y ahí se topó mi padre con su vieja amiga cubana, la declamadora y actriz del cine nacional Dalia Iñiguez, flirteándose ambos con delicadeza y buen gusto “para rememorar viejos tiempos”. En la boda de Silvia un actor de nombre Lorenzo de Rodas sacó a bailar a mi novia Marcela Parra Bustamante, aprovechando una salida mía para desalojar la vejiga y al volver al salón de la fiesta lo conminé a comportarse como macho en un duelo de trompadas, demostrando el cómico de la legua sus dobleces al no aceptar mi propuesta para salir a la calle a darnos una tanda de cachetadas. Pasados los años, me mueve a risa mi postura ridícula y machista.

Fue en la casa del citado abogado ecuatoriano, Gregorio Cordero y León, en donde conocí a la célebre periodista nativa de los estados Unidos de Norte América Alma Reed,enviada por el New York Times para investigar y comentar las excavaciones de las ruinas de Chichenitza de Yucatán, famosa en México por su muy connotado romance con el primer gobernante socialista que hubo en América, Felipe Carrillo Puerto fundador de la Universidad Nacional del Sureste. Se dice que a solicitud de este político, a ella le compusieron la canción “Peregrina” con música de Ricardo Palmerín y letra de Luís Rosado Vega, con los versos que a continuación transcribo nada más en una breve parte: Peregrina de ojos claros y divinos/ y mejillas encendidas de arrebol,/ peregrina de los labios purpurinos/ y radiante cabellera como el sol. Ella era muy conocida en nuestro país y además muy respetada en los medios intelectuales, y según se afirma el FBI la clasificó en calidad de ciudadana norteamericana como sospechosa, por sus ligas con el que fuera gobernador de Yucatán, Carrillo Puerto.

Dice mi fraternal amigo Edgardo Padilla Couttolenc que el escritor está obligado a expresarse con veracidad sin importar exhibir la parte poco edificante de su vida, o sus tropiezos de conducta, máxime al escribir sus memorias. En resumen, propone usar lo que Rubén Darío llamaba el brusco estímulo mayor, donde el literato después de expresarse con grandilocuencia y enjundia, intercala frases a veces soeces para sacudir el espíritu del lector, y agregar una buena y necesaria medida de humor terrenal, sobre todo tratándose de sucesos del pasado, en que nadie puede sentirse herido por esos párrafos. A continuación les regalo una cápsula rogando a los lectores no la archiven en su memoria.

En el departamento de Gregorio Cordero y León –según quedó establecido- llegaban artistas y bohemios en donde jugábamos “viuda” con dos paquetes de naipes americanos y después charlábamos y polemizábamos, como práctica rutinaria. En esta ocasión llegué con mi amigo Tito Zamorano Zamudio y mi primo Fernando Jiménez Serrano, compañeros míos de innumeras parrandas y de quienes ya hablaré ampliamente en otra parte de este trabajo biográfico, pero como me sacaron del juego en las primeras vueltas, me tomé tres o cuatro bien servidas cubas libres. Estaba presente la guapa declamadora argentina Mara Kelton (ese era su nombre artístico) y alguien dijo “vamos a darle a Mara de regalo –pues hoy es su santo- una actuación, ya sea cantando, diciendo un verso o haciendo alguna divertida imitación de un personaje del medio escénico”. Para la mayor parte de los ahí presentes el asunto era sencillo, pues entre poetas y actores de cine y teatro el juego se prestaba ideal, pero cuando nos tocó el turno a los tres jóvenes universitarios ninguno aceptaba participar. Curiosamente, éramos los tres amigos los únicos mexicanos en la reunión y nos empezaron a picar la cresta con burlas de tono nacionalista: “esos mexicanos se arrugan más que el lino” y cosas por el estilo. Como los comentarios eran cada vez más mordaces en nuestra contra me eché a pensar cómo desquitar mi coraje. Entonado por las cubas libres me coloqué en la palestra y les dije: -“Tengo un verso muy a propósito para la del santo, pero es un poco fuerte y posiblemente no lo vayan a aguantar”-. Los presentes aseguraron estar bien dispuestos a recibir mis palabras sin ofenderse; entonces di dos pasos al frente y arreglándome la corbata se me ocurrió darle mi regalo a la poetisa, quien por cierto tenía su palmito, con la muy célebre cuarteta que inicia con las consabidas palabras: “Del gallo quisiera el canto…”. Huelga decir que aquello terminó como el rosario de Amozoc, con empujones, cachetadas, mentadas de madre y patadas “en salva sea la parte”, pues los extranjeros nos quisieron echar montón –como se dice en términos coloquiales- y los tres descendientes de Cortés y doña Marina decidimos vender caro nuestro pellejo. Aquel ha de haber sido un sábado de mala conjunción planetaria, toda vez que al salir los tres mexicanos del departamento de Goyito (pues ahí nuestra presencia era imposible) ya como a las seis de la mañana en la calle de “Artículo 123”, vimos pasar a unas frondosas muchachas de clase popular. Se voltea hacía mí Tito Zamorano y con un ademán me indica que tenía yo a la mano a esos bocatos di cardenale y al piropear a la primera se me vienen encima tres sujetos que caminaban a quince metros de las susodichas. Después entendimos eran sus acompañantes y nos liamos a golpes, ellos en defensa de sus mujeres y nosotros para repeler la agresión de tres aguerridos y ofendidos aztecas. Como resultado de la reyerta perdí un fino reloj Omega obsequio de mi padre en uno de mis cumpleaños.


Con los boletos conseguidos por Soto Izquierdo y por mí, en el tren en donde viajaban los organizadores del concurso y los principales participantes de la justa oratoria partimos hacia Zacatecas, el autor de las presentes memorias y además Manuel Pizarro Suárez, Humberto Lugo Gil y Mario Hernández Malda. Ahí iba de “agregado cultural” y muy ajeno a nuestro grupo, Servio Tulio Acuña disfrutando de las viandas en el carro comedor, pagadas por el general Miguel Lanz Duret y además –como si no hubiésemos descubierto su ventajosa situación- pidiéndonos participar de la comida conseguida con nuestros escasos recursos en las estaciones en donde el tren hacía paradas. Sin lugar a dudas, Servio quería lograr gratuitamente doble cena y eso nos pareció incorrecto, valiéndose para ello de un subterfugio consistente en decirnos que en la mesa de Lanz Duret sólo tomó un café, cuando lo cierto es que lo vimos cenar carne con papas, opíparamente. Los finalistas del concurso de oratoria estaban alojados en un carro pullman muy cercano al nuestro y entre ellos iban Enrique Soto Izquierdo y mi fino y nuevo amigo ecuatoriano Blasco Peñaherrera. Al arribar a Zacatecas contactamos al gobernador, de nombre Francisco García (padre de Amalia, la del P.R.D.) los amigos que viajábamos por nuestra cuenta para apoyar a Soto Izquierdo, recibiendo del alto funcionario una grata gentileza consistente en quedar alojados como sus invitados en un buen hotel de la ciudad sede del concurso. Zacatecas nos pareció muy interesante sitio y sus gentes sumamente hospitalarias, orgullosas de su poeta Ramón López Velarde y de las tradiciones del histórico lugar, escenario de la batalla gracias a la cual el Ejército Constitucionalista comandado por Venustiano Carranza derrotó, con la valiente participación de Francisco Villa, a los pelones del usurpador Victoriano Huerta, conociéndosele a esa acción de guerra como la batalla del cerro de la Bufa. Un poco al estilo de Guanajuato sus calles y sus plazas públicas con faroles antiguos invitaban a salir del hotel para recorrerlas, principalmente una plazuela llamada ahora “Francisco Goytia” enfrente del antiguo teatro en donde se desarrolló el concurso. Zacatecas fue declarada ciudad integrante del patrimonio histórico de la humanidad no sólo por sus monumentos sino por los hechos ahí acontecidos, entre edificios de estilo barroco y neoclásico de cantera verde con alzados de piedra, de calles sumamente angostas resultado de la explotación minera del siglo XVIII. Cuenta con una importante construcción en donde se alojó la Casa de la Moneda fundada en el glorioso año de 1810 y actualmente ocupada por oficinas de la administración pública.

Las participaciones de los concursantes fueron excelentes pero las de los representantes de México y el Ecuador resultaron magistrales. Inclusive, en sus alocuciones libres estuvieron al mismo nivel y fue necesario pedirles un desempate para decidir el segundo y primer lugar sorteando el jurado los temas de la siguiente ronda. Blasco Peñaherrera se echó a la bolsa al auditorio al decir que al pasar el tren por tierras de Zacatecas había visto el verde de sus nopales y el rojo de su tierra calcinada por el sol, que con el blanco del alma de sus mujeres componía el colorido de la bandera mexicana. Soto Izquierdo debió echar mano de sus mejores recursos. La luneta, la galería y los palcos trepidaban con las participaciones orales de los dos finalistas. El auditorio, adoptando una actitud ciertamente objetiva, aplaudía tanto a uno como al otro. México y el Ecuador estaban en el alma de los oyentes y a cada nueva frase retórica los aplausos, los vivas y las porras amenazaban con la necesidad de declarar un empate, pero las bases del certamen no permitían ese tipo de solución. El jurado calificador decidió un segundo desempate con el mismo tema “El Quijote de la Mancha”, sorteando el orden de participación. Como le correspondiera el primer turno para hablar al ecuatoriano dimos a Enrique por muerto, ante la desventaja de participar con el tema ya “quemado”, pero no obstante la brillante pieza oratoria de Blasco, el mexicano se sublimó y salió del teatro con el primer lugar en la bolsa.

Enrique se fue a descansar al hotel después de su éxito y los integrantes de su porra nos fuimos a conocer centros de diversión con nuestros amigos de Zacatecas. En nuestro tránsito hacia una casa de mala nota en donde suelen estar las muchachas que por cierto dan la nota, me fui platicando con un estudiante de Derecho que sabía de memoria la “Suave Patria” de Ramón López Velázquez y la decía como todo un recitador, llevando a un lado a Manuel Pizarro Suárez y en el otro a mí. Ese fue mi segundo contacto con las estrofas del poeta de Jerez, pues sus versos se los escuché en la Nacional Preparatoria a mi admirado maestro Vicente Magdaleno, originario de Zacatecas. Cuando entramos a la casa non sancta me senté junto al joven declamador para deleitar mis oídos por segunda ocasión en la misma noche con versos como: Sobre tu capital cada hora vuela ojerosa y pintada, en carretela, y en tu provincia del reloj en vela que rondan los palomos colipavos, las campanadas caen como centavos. En el referido lugar organizamos una reunión bohemia todavía contagiados por el buen resultado de la justa oratoria. Mario Hernández Malda en un arranque de euforia cargó de los muslos a una pupila y levantándola un metro se echó a correr con ella, pero no advirtió lo bajo del marco de una puerta, en donde la joven se golpeó la cabeza y cayó al suelo aparatosamente para quedar inconsciente. Pusimos pies en polvorosa pues si la policía entraba al lugar y se encontraba con una mujer herida podíamos ir a parar a la Delegación respectiva a consecuencia de las lesiones de una vulgar Mari tornes, producidas imprudencialmente. Nos subimos a una camioneta “Pick Up” para huir de la casona “donde los hombres suelen disipar sus penas”, y al arrancar el vehículo uno de los jóvenes zacatecanos se soltó y rodó por el suelo produciéndose raspones y hematomas que posteriormente nos enseñó en el hotel, sintiéndonos ya en lugar seguro.

Al día siguiente debíamos regresar todos a la ciudad de México pero unas muchachas de la mejor sociedad, conocidas como las cuatas Méndez y por ser dueñas de la mejor farmacia del lugar, nos invitaron a una boda. Como estábamos escasos de fondos decidimos utilizar el efectivo de dos pasajes de autobús desaprovechados, pero Soto Izquierdo se opuso y a tanto escuchar nuestros alegatos, aceptó que el dinero nos quedara en calidad de préstamo. En el salón del banquete ante los desposados alguien me anunció en el micrófono confundiéndome con el orador de Ecuador, Blasco Peñaherrera. Subí al estrado y pronuncié un brindis a la salud de los novios muy aplaudido y festejado por la concurrencia, pero principalmente por mis amigos al advertir que el estado de confusión me favorecía sobre manera, pues según mi audiencia, estaban saboreando los recursos retóricos del segundo lugar del concurso de oratoria. Las muchachas zacatecanas nos dieron una comida al día siguiente en el Country Club y nos condujeron a la estación del tren para despedirnos. Eramos todos unos personajes y ya no deseábamos regresar a la capital de la República. Al llegar a la ciudad de México en la estación encontramos al chofer de mi padre y fue así como llegué a mi casa con Manuel Pizarro, Mario Hernández Malda y Humberto Lugo Gil. Ya estaba ahí Enrique Soto Izquierdo para cobrarme los ciento cuarenta pesos que nos permitió utilizar en Zacatecas. Le di un “sablazo” a mi progenitor y así saldé la deuda.

Pasados unos doce años del asunto de Zacatecas, ya estando yo casado me llamó por teléfono Blasco Peña Herrera para invitarme a cenar con mi esposa, pues regresaba de Washington hacia Quito y como estaba de paso en México quería correrme la cortesía, para conocer además a mi esposa y saludarla caballerosamente. Pasamos por él, estaba hospedado en el hotel Génova de la Zona Rosa y fuimos a un elegante restorán a cenar los tres, únicamente. Ahí hicimos recuerdos alrededor del virtual embajador de Ecuador en México, Gregorio Cordero y León (ya fallecido), y trajimos a colación las incidencias del concurso, preguntándome Blasco por el destino de Soto Izquierdo. Ya muy avanzada la plática le pregunté a qué se dedicaba en el Ecuador. –“Trabajo en la administración pública, en donde ya fui ministro del interior y actualmente soy vicepresidente del Poder Ejecutivo”- me dijo mi amigo con la mayor sencillez. Esas son las gentes valiosas, le dije a mi esposa, pues si yo no hubiese interrogado a Blasco se regresa a su país sin comentarme que ahí era toda una celebridad.

Otro interesante incidente de mi época de estudiante universitario, lo viví con Tito Zamorano Zamudio. Para situar al lector en el escenario y en la época adecuados, debo señalar que se iniciaba la campaña electoral del licenciado Adolfo López Mateos, candidato a la presidencia de la República, postulado por el Partido Revolucionario Institucional. Por aquellos días Tito y yo éramos inseparables compañeros de estudios y si no estaba yo en su casa era porque él se hallaba en la mía, preparando algún examen final de la licenciatura en Derecho. Pues un buen día llegó Enrique Soto Izquierdo a mi domicilio preguntándome “en donde tenía escondido a Tito”. Mi sorpresa fue simple y razonable, pues no sabía para qué lo buscaba y por otro lado ignoraba yo el paradero de mi compañero de noches de desvelos, suponiendo se encontraba en su departamento, en el cual vivía con una pareja de tíos. Enrique sumamente molesto me conminó a denunciar “el paradero de Tito para recuperar un dinero” –supuestamente- de su propiedad. Cuando pude hablar con Tito le comenté lo anterior y así me enteré que por gestiones de un amigo común de nombre Virgilio Andrade Palacios, un padrino de éste, líder cañero y de apellidos Arreola Molina, había inscrito a Virgilio, a Enrique y a Tito en un padrón de oradores del candidato López Mateos, para que cada uno de ellos cobrase diez mil pesos en las oficinas de un ingenio azucarero bajo el supuesto de que iban a acompañar al citado político en su gira proselitista. Enrique Soto izquierdo aducía a su favor que Tito sólo había prestado su nombre, pues los diez mil pesos pertenecían a su hermano Eduardo Soto Izquierdo; Tito, por su parte, alegaba que si había firmado de recibido él y no el hermano de Enrique, el dinero le pertenecía. Como no se ponían de acuerdo nos nombraron árbitros a mí y a Luis Nava López. En un café de la Colonia del Valle escuchamos los alegatos de ambas partes y llegamos Luis y yo a una sencilla conclusión: “Si Tito había firmado de recibido por los diez mil pesos las responsabilidades inherentes para acompañar al candidato y todo lo que de ahí surgiese era nada más de él, y por tanto, a él pertenecía el dinero”. Tito al escuchar el laudo de los dos árbitros, señaló con voz firme y delatando cierta emoción en su mirada: -“El razonamiento de los árbitros me parece lo correcto, pero como a mi juicio vale más la amistad y vivir sin sobresaltos, aquí está el dinero, para lo cual extiendo un cheque por ocho mil pesos y solicito un plazo de gracia para reponer dos mil que ya gasté”. Por aquellos días yo trabajaba como proyectista de sentencias en el Juzgado Segundo de lo Civil de las calles de Donceles con un salario mensual de cuatrocientos pesos, pareciéndome los diez mil de la historia, una fortuna, pues para devengarlos debía prestar mis servicios 25 meses, o sea, poco más de dos años.

En una ocasión fui con mi amigo Tito Zamorano Zamudio y mi primo Fernando Jiménez Serrano a la casa de mi compadre Carlos Calcáneo Valencia para festejar los quince abriles de una de sus hijas. Cuando se acababa de retirar de la fiesta mi padre en compañía de su esposa, se apagó la luz y un miembro de una aguerrida pandilla de la Colonia El Sifón de la ciudad capital, aprovechando la oscuridad le faltó al respeto a una de las invitadas quien al sentir una atrevida mano en sus partes pudendas, se quejó en voz alta para que alguien sacara de la reunión al lépero. Lógicamente, cuando el dueño de la casa invitó al majadero a abandonar el local de la fiesta ya tenía encima a cinco o seis pelafustanes agrediéndolo. Al ver aquello, un hijo del propietario de la fiesta, mi amigo Tito, mi primo Fernando y yo, tomamos partido para respaldar a quien tan injustamente había resultado agredido. Aquello se volvió una pelotera de proporciones inimaginables. En el calor del combate yo escuché a mi primo Fernando que gritó varias veces –“Julito, párale”-, sin darme cuenta que estábamos trenzados el dueño de la casa y yo en fiero combate cuerpo a cuerpo, pues en aquella oscuridad de boca de lobo no nos reconocimos nunca.

Hice un alto en mis estudios sin perder contacto con la Universidad para ir a trabajar al Departamento Jurídico Central de Petróleos Mexicanos como pasante en la rama de Derecho Laboral, pero con obligaciones y sueldo muy superiores a lo que solían cobrar por aquel entonces personas con esa categoría en otras dependencias del Gobierno Federal. De ello y de otras cuestiones hablaré en otra parte de estas memorias.














Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 17-09-2005
Última modificación: 02-05-2017


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