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Julio Serrano Castillejos


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Mi vida en la UNAM - Tercera parte

Alguien dijo que el cerebro humano es la máquina más maravillosa de la creación no superada hasta hoy por el ingenio del hombre, y efectivamente, pues al escribir las dos partes precedentes me han venido a la memoria detalles aparentemente ya olvidados, de la Escuela Nacional Preparatoria, como por ejemplo el del maestro de francés Miguel Angel Zaña cuando pasó al pizarrón a una compañera nuestra de apellido Bustos, quien por cierto le hacía un justo honor al apelativo y consciente de ello caminaba muy erecta para lucir el atractivo regalo de la naturaleza instalado al frente y en la parte alta de su cuerpo. El citado maestro, que entre paréntesis era muy bueno para el ron “Castillo”, le pidió a la guapa preparatoriana escribiera en la pizarra una frase en el idioma de Víctor Hugo. Después de dos fallidos intentos, el novio de ella, le empezó a “soplar” desde su asiento la forma correcta de anotar la frase y como el profesor se diera cuenta, se volteó hacía el alumno y atusándose el bigote le dijo: “-Oiga joven, el hecho de que la señorita se apellide Bustos no quiere decir necesite de un sostén”. Todos celebramos el ingenioso detalle y a partir de ese día para satisfacción de los varones de la clase, nuestra compañera no dejaba de lucir unos ajustados suéteres, por aquel entonces llamados “pachucos”.

Cuando ingresé al segundo año de Prepa ya teníamos un numeroso grupo de amigos en preparación la participación de Tito Zamorano Zamudio como candidato a la presidencia de la Sociedad de Alumnos. Tito estaba llamado a ser “el candidato de la imposición” –a decir de sus enemigos- por contar con el apoyo de Pedro Vázquez Colmenares, presidente saliente. A mi juicio, Tito cumplía sobradamente con los requerimientos del momento, e inclusive, como buen veracruzano (del tipo físico del actor Fernando Soler) originario del puerto de Alvarado era simpático, dicharachero y contaba con amigos por toda la escuela, no faltando las muchachas. Se suponía con ellas estaba asegurado el triunfo. Pero se nos atravesó en el camino Alejandro Sáenz de Miera, con un equipo de amigos que sabedores de la desventaja representada por la falta de apoyo de Vázquez Colmenares, redoblaron esfuerzos y por un pequeño margen se levantaron con el triunfo permitiéndonos probar el sabor de la derrota y en consecuencia empujándonos hacia un punto de madurez política, indispensable en la vida, pues la naturaleza humana obliga a sacar más enseñanzas de los tropiezos que de los triunfos. Ahora pasado el tiempo descubro que algunas de nuestras estrategias no fueron cumplidas cabalmente, como la de inscribirnos los amigos de Tito en diversos grupos, pues aunque Luis Nava López se fue al “A-12” y yo al “A-14”, la mayoría se inscribió en el “A-11”, o sea, aglomerándose innecesariamente no realizaron el proselitismo tan indispensable en una campaña política. Pero de cualquier manera, de esos días arranca mi amistad imperecedera con Tito consolidada posteriormente en la Facultad de Derecho.

Otro recuerdo llegado a mi mente como “flash” de cámara fotográfica es el del nombramiento hecho en mi persona por los líderes del PRI Regional del Distrito Federal, Francisco Galindo Ochoa y Rodolfo González Guevara, para fungir como presidente de la mesa directiva que habría de llevar al triunfo a la candidata a reina de unos juegos deportivos juveniles, cuyo número se me ha olvidado, auspiciados por el referido partido político.
La candidata era una guapa compañera del “A-1” de la Preparatoria, Guadalupe Salomo Cruz, domiciliada en el extremo sur de la ciudad en la Avenida Xotepingo de Ciudad Jardín. Integramos el equipo de trabajo, con Luis Nava López y otros condiscípulos discurrimos la conveniencia de organizar en el Anfiteatro “Simón Bolivar” una función de cine y recaudar lo necesario para mandar a hacer unas cartulinas y promover en ellas la candidatura de nuestra compañera de cursos. Como carecíamos de dinero para el alquiler de las películas convenimos pedírselas prestadas (las películas, naturalmente) a quien tuviese negocios dentro de ese género comercial. Nos dirigimos al edificio de las oficinas de Mario Moreno “Cantinflas” y para nuestra sorpresa nos atendió personalmente el famoso cómico de la gabardina y el sombrero en forma de quesadilla. Le explicamos detalladamente nuestro propósito principal en espera de que nos facilitara gratuitamente la copia de alguno de sus más taquilleros trabajos fílmicos. Indudablemente le fuimos simpáticos pues nos ofreció su película “El mago” y de pilón nos dio “Cantando bajo la lluvia”, listada en su compañía de distribución cinematográfica y por aquel entonces un éxito de Stanley Donnen con el genial bailarin y coreografo del cine de los estados Unidos de Norteamérica Gene Kelly, la juvenil Debbie Reynolds y el simpático Donald O′Connor, como le consta a Mario Hernández Malda y a quien esto escribe esa película la vimos en el cine Río unas ocho o diez veces. Don Mario Moreno era de corazón generoso, pues al enterarse que íbamos a alquilar proyector para realizar la función doble, ordenó se nos facilitara uno con todo y su operador. La asistencia en el Anfiteatro fue tumultuosa y ello nos obligó a visitar por segunda vez al célebre artista para agradecerle todas las facilidades obsequiadas a nosotros, pero como estaba de viaje le dejamos el recado con su secretaria y por escrito. Luego entonces, la campaña de la candidata Lupita Salomo empezó con el pie derecho.

También organizamos un Thé Danzante en un salón para fiestas enfrente del parque de béisbol que posteriormente compró el Instituto Mexicano del Seguro Social. Cuando íbamos hacia el referido salón en un automóvil Mércury que solía prestarme mi padre, para presumir de audaz ante Lupita Salomo, quien ya era mi novia, en la Avenida Popocatepetl, con el pavimento mojado por una incipiente lluvia le imprimí velocidad al auto de manera por demás imprudente, pero al frenar para evitar incrustarme en la parte trasera de un camión, el vehículo empezó a hacer trompos y nos metimos con el a una casa en construcción. Los albañiles pretendieron detenernos, pero como los toreros a los que aludía el cronista taurino Pepe Alameda, emprendimos la graciosa huida. En otra ocasión, nos invitaron a Lupita y a mí a los estudios del Canal 5 de televisión identificado con las siglas XHGC por estar concesionado al ingeniero Guillermo González Camarena inventor de la televisión cromática. Ahí, en dicho canal, la aspirante a reina explicó algunos aspectos relacionados con su campaña como candidata a presidir los Juegos Deportivos Juveniles del Distrito Federal, cetro en mano y con su corona; ahí nos maquillaron y luego nos colocaron en una mesa de lo que parecía ser el local de un Café, a donde las cámaras se acercaron a ella, quien con absoluta soltura y claridad dedicó unas palabras al auditorio sin llevar nada preparado previamente. Naturalmente, las familias de ambos nos vieron por televisión y en vivo. Ese fue mi debut en la televisión comercial con maquillaje de por medio y toda la cosa.

El éxito obtenido por Guadalupe Salomo, al que contribuyó ella con su simpatía natural y un bonito y equilibrado rostro, llegó a los oídos de los integrantes de la Sociedad de Alumnos, entonces comisionaron a Carlos Moreno para invitarme a participar como presidente del Comité Pro Reina de la Preparatoria de una alumna de segundo año de nombre Luz María González Rodríguez. Mi efímero pero bien capitalizado noviazgo en el aspecto romántico estudiantil con Lupita –como le decíamos todos- se había terminado. Al conocer a la candidata me pareció atractiva y acepté encabezar su campaña. En esos días los enviados de Vázquez Colmenares le propusieron a mi compañera de salón, Mirna García Villalobos, se inscribiera como candidata y ya cubierto ese requisito me solicitó ella ocupara la presidencia de su Comité, pero no obstante la afinidad entre nosotros nacida de la simpatía mutua y de la vieja amistad de nuestros respectivos padres en la Escuela de Jurisprudencia, me negué a aceptar pues como dijo Julio César al disponerse a atravesar el río Rubicón “la suerte estaba echada” (alea jacta est), es decir, ya tenía compromiso previo, precisamente con su principal contrincante, Luz María.

Con la idea de repetir los buenos resultados obtenidos con la reina anterior integré un equipo de trabajo en donde la secretaría general se la encomendé a Luis Nava López, muchacho muy ágil para los negocios que con el paso del tiempo sería mi compadre pues le bauticé a una de sus hijas. Creímos oportuno organizar un The Danzante en el salón principal del Club France de la Colonia Florida para recaudar dinero para la compra de votos, cotizados por el reglamento mismo del concurso a veinte centavos cada uno. Nos tiramos a fondo, pues contratamos las orquestas de Juan García Medeles, la de Luis Arcaráz y la de los Solistas de Agustín Lara, firmando entre Luis y yo los respectivos contratos. No sé si el día no fue el adecuado, si al baile le faltó publicidad o si el lugar no era lo necesariamente accesible, pero la asistencia fue regular y para cubrir los gastos debí pedir dinero prestado a mi abuela materna, doña María Madariaga Palacios, quien me entregó la totalidad del dinero ahorrado para asistir con el odontólogo a hacerse sus placas dentales. Como no fueran suficientes los setecientos cincuenta pesos facilitados bondadosamente por mi linda abuela, el encargado de la taquilla –también condiscípulo mío- aseveró que la novia de un compañero de apellido Arévalo nos había facilitado otra cantidad igual y así salimos del compromiso, pero sin un solo centavo de utilidad y además una deuda por mil quinientos pesos. Ahora viene a mi mente una reflexión: ¿Cómo a nuestros diecisiete años osábamos firmar contratos con directores de orquestas sin ningún respaldo económico y mucho menos moral? Y por otra parte, ¿cómo esas celebridades del medio musical y sus representantes se daban por satisfechos con las firmas de muchachitos caguengues, sin exigir el respaldo de una persona adulta?

Debíamos en tal situación trabajar muy duro para pagar la deuda y además para tener dinero y comprar los votos de Luz María y conducirla al triunfo. Asistimos al baile del cómputo final muy satisfechos, pues habíamos saldado la deuda con doña María (mi abuelita) y manteníamos a nuestra candidata en una posición muy cercana a la de Mirna García Villalobos (a la que apoyaba decididamente mi ex novia Lupita Salomo) en cantidad de sufragios, mientras la tercera candidata estaba muy rezagada. Pero faltando escasamente un par de minutos para cerrar las urnas y en consecuencia el cómputo final el padre de Mirna depositó ante el comité organizador un cheque por una cantidad para nosotros inalcanzable solicitando la compra inmediata de votos a favor de su hija, más que suficientes para elevar a Mirna al trono de la Escuela Nacional Preparatoria para el período 1953-54. Ante la derrotada Luz María, quien ya era mi “chamaca” -según el vocablo utilizado en la época-, los setecientos cincuenta pesos de la deuda que veníamos arrastrando me los cobró a mí Arévalo –a nombre de su novia- y no al comité, pero como supe todo había sido parte de un arreglo para transarme setecientos cincuenta pesos del águila, no los pagué. En pocas palabras, nunca existió el préstamo de marras y a la joven en cuestión (la novia de Arévalo) la metieron en el ajo para defraudarme olímpicamente. Esos fueron los primeros contactos que tuve con las corruptelas de algunos compañeros de la Prepa, amén de otra ocasión cuando a Pedro Váquez Colmenares le duplicaron el boletaje del baile de fin de cursos orillándolo a una debacle económica. Como dato curioso debo señalar que Luz María González contrajo matrimonio con un muchacho de nombre Héctor Lira y que no obstante ser ambos ajenos a la vida de Chiapas, pasados 23 años de los hechos anteriormente relatados, a él lo nombró el licenciado Salomón González Blanco -a la sazón gobernador del Estado de Chiapas- su secretario privado, ubicando su domicilio dicha pareja matrimonial en la misma manzana en donde vivía yo con mi esposa y mis cuatro hijos en Tuxtla Gutiérrez. Inclusive, la señora esposa del gobernador –doña Josefita Garrido- nos presentó con Luz María a mi esposa y a mí en una exposición de pinturas en las instalaciones del Instituto Nacional de la Juventud de la capital chiapaneca, suponiendo que no nos conocíamos. Por delicadeza, no creí necesario entrar en explicaciones y le extendí la mano como si fuese una nueva conocida. Ella sonrió, para dar a entender que comprendía mi comedida y discreta actitud.

Mi paso por la citada escuela debió influir en mi formación al entrar en contacto con una realidad muy distinta a la de los colegios privados. En las aulas de San Ildefonso inicié mi amistad con amigos inolvidables, muchos de ellos ya desaparecidos y otros extraviados en el tiempo y en el espacio, pues nos hemos perdido la pista recíprocamente. En el aspecto académico no puedo dejar de recordar, con indudable emoción, a profesores de calidad insustituible como Erasmo Castellanos Quinto, Demetrio Frangos, Vicente Magdaleno, Miguel Angel Zaña, Miguel Suárez Arias, Roberto Carriedo Rosales, quien fuese además mi director en el Colegio “Franco Español”, y a tantos otros, entre los cuales destacó Juan Valenzuela, abogado y famoso antropólogo además de maestro de Historia de México, célebre descubridor de la Tumba Siete. Hace diez años asistí sólo al viejo edificio ya dedicado a museo para ver sus coloniales arcadas, sus tres patios, sus muros de cantera gris y sus históricos murales en donde se cuenta el desarrollo de la vida de México. Cerré los ojos y creí escuchar los gritos de los muchachos, las voces de nuestras compañeras de estudios y el tropel de los jugadores de “tochito” en el Patio Grande. Cuando salí del vetusto edificio di gracias a Dios por darme tan bella oportunidad en mi juventud, pues aunque me reconozco libre pensador, ateo no soy. También recuerdo mis correrías en el medio de la farándula acompañado de Mario Hernández Malda en el año de 1954, cuando asistíamos a deleitarnos con las funciones de “Orfeo en los Infiernos” en el Teatro Iris (en donde Joaquín Pardavé actuó por última vez en un tablado teatral pues poco tiempo después falleció), aprovechando nuestra amistad con la extraordinaria bailarina inetrnacional de ballet Laura Urdapilleta y su compañera Débora Velásquez, integrantes del elenco de Pardavé. En el automóvil marca Mercury modelo 1951 de mi padre íbamos a Xochimilco y comprábamos claveles en cantidades industriales, adquiríamos un palco de segundo nivel cercano al escenario y al terminar sus participaciones artísticas nuestras citadas amigas, las bañábamos con flores hasta dejar la duela del foro escénico intransitable. Un día el empresario nos fue a decir que agradecía nuestra efusividad, pero nos suplicó moderásemos un poco la misma para evitar un posible accidente de las danzarinas. Yo conocí a Laura Urdapilleta en la Escuela Mexicana Inglesa en donde fui compañero de salón de su hermana Alma. Laura llegó a brillar internacionalmente y su nombre aparece en las páginas de Internet dedicadas a la información alrededor del ballet.

En las páginas siguientes relataré mis recuerdos relativos a la Facultad de Derecho.




LA FACULTAD DE DERECHO.

La antigua Escuela de Jurisprudencia dependiente de la Universidad Nacional Autónoma de México estaba en las cercanías del Palacio Nacional en donde estudió mi padre en compañía de quienes posteriormente fueron célebres abogados y dirigentes de la política nacional e iniciadores de una generación cuyo destino quedó marcado por la fundación y participación del partido oficial auspiciado por Plutarco Elías Calles en 1929 como un mal necesario para terminar con los exacerbados ánimos presidencialistas de cada general con una cuota de poder, ya fuese pequeña o grande, de sentirse llamado a ser titular del Ejecutivo Federal, pues esa circunstancia desestabilizaba a la nación y ponía en peligro la paz pública. La escuela estaba ubicada en la esquina de San Ildefonso y República de Argentina y ahí recibí una parte del curso de Introducción al Estudio del Derecho impartido por el maestro Rafael Rogina Villegas, pues no pudo asistir por un breve lapso a Ciudad Universitaria, o sea, a la nueva sede de la Universidad Nacional Autónoma de México. El incidente lo recibí con beneplácito al compartir con mis compañeros el ambiente de la antigua Escuela de Jurisprudencia, con ese rancio sabor de las cosas buenas.El grueso de mis materias las llevé como alumno en Ciudad Universitaria, en donde posteriormente tuve el honor de ser catedrático en dos Facultades de mi querida Alma Mater. La lista de mis maestros se complementaba en el primer año lectivo con Guillermo Floris Margadant (Derecho Romano), Luis Recasens Siches (Sociología), Hugo Rangél Couto (Economía Política) y Benjamín Flores Barroeta (primer curso de Derecho Civil). Quedé ubicado como alumno en el salón 103 junto a compañeros de estudios entre los que estaba mi primo hermano Federico Emilio Serrano Figueroa.

La Facultad de Derecho, a diferencia de la antigua Escuela de Jurisprudencia, ya contaba con maestrías y doctorados, dándose la curiosa circunstancia de su implantación en horario diurno, o sea, el ideal para los señoritos o personas con su problemática de sustento diario ya resuelta. Quienes debíamos laborar de día no teníamos oportunidad a acceder a un grado académico superior a la licenciatura pues los posgrados se impartían en los turnos matutinos. Acostumbrado a las añosas instalaciones universitarias del primer cuadro de la ciudad de México, como las de la Escuela Nacional Preparatoria, la antes citada Escuela de Jurisprudencia, la Escuela de Medicina de Santo Domingo a donde asistí varias veces con Mario Hernández Malda a presenciar disecciones en cadáveres, la Escuela de Odontología y la de Extensión Universitaria de las cercanías del Zócalo, la Ciudad Universitaria, construida en el régimen alemanista bajo la dirección del arquitecto Carlos Lazo, se me antojó fría y sin ángel, no obstante la novedad de su modernismo, la comodidad de sus instalaciones con jardines y grandes espacios abiertos, y muy a pesar del aroma del estreno. Pero el hombre es animal de costumbres y en poco tiempo me habitué al nuevo paisaje universitario.

La ciudad de México era razonablemente habitable y se podía viajar en tiempos relativamente breves en camión del servicio público para ir de las lejanas colonias residenciales o de los barrios populares de la periferia, a la Ciudad Universitaria. Como la institución de enseñanza aglutinaba a personas de muy diversas clases sociales y por ende de distintas posibilidades económicas, algunos llegaban a sus instalaciones en autobuses públicos, otros en automóviles modestos y los menos en carros de lujo, dependiendo la mayoría del transporte urbano en manos de unos cuantos beneficiarios conocidos por el estudiantado como el “pulpo camionero”, arrojando la circunstancia antes apuntada una lucha estudiantil de innegable importancia, por sus repercusiones nacionales.

En el proceso de elaboración del presente capítulo recibí un correo electrónico de mi compadre Edgardo Padilla Couttolenc, desde Cuernavaca, coadyuvante muy valioso para apoyar mi memoria en el capítulo denominado “Mi primer viaje a Europa” insertado en este volumen. En dicho comunicado me hace saber que en su etapa de estudiante de la Facultad de Derecho en diversas ocasiones asistió a tomar café con maestros de la citada entidad universitaria, notando su inclinación a discutir cuestiones de la política de los traspiés y las zancadillas en lugar de comentar ideas o razonamientos más edificantes. En efecto, la mayoría de los profesores y los estudiantes de la citada escuela desarrollaron una especie de segunda naturaleza, salvo honrosas excepciones, consistente en ver la vida política a través de una óptica retorcida e inclusive tomaron como modelo a Nicolás Maquiavelo, hombre público e historiador nacido en Florencia, autor del celebre libro “El Príncipe” en donde refiere cómo acceder al poder y conservarlo eficientemente a través de toda una serie de subterfugios. En la grey estudiantil se desarrolló un ingenioso y completo vocabulario para hacer referencia a asuntos de la política universitaria y de él dio cuenta en su obra “Grillos y Gandallas” con el subtítulo “Lecciones de política a la mexicana”, mi ya desaparecido amigo y ex condiscípulo Eulalia Rivas Hernández, ilustrando la portada respectiva con el sobre relieve del mapa de México comido por feroces ratas (cualquier símil con los políticos de la época es mera coincidencia). Así por ejemplo, el citado autor explica términos como “grillo”: político que a base de cantarle a alguien constantemente al oído llega a convencerlo; “gandalla”: es el gorrón, transa o parásito que se vale de otros sin su consentimiento; “transa”: el que convence a otra persona para lograr una ventaja; “talegazo”: la dádiva recibida de un funcionario por parte de un político estudiantil; “grillar”: es preparar algún plan o estrategia política; “masajear”: golpear en el rostro a un traidor; “fósil”: es el estudiante que tarda más de 20 años en obtener su título profesional; “tenebra”: la transacción política realizada taimadamente. De dicho estilo de habla estudiantil conocí a verdaderos genios, como Servio Tulio Acuña, Luis Nogueda del Pozo, Carlos Brito Guzmán y Romeo Ortega López, pues desarrollaron todo un caló o lenguaje simbólico con modismos lo suficientemente inaccesibles como para hablar enfrente de otros de cuestiones muy delicadas, sin ser entendidos por personas ajenas al medio estudiantil.

No voy a citar nombres –el lector los conoce -, pero en un alto y a la vez escalofriante porcentaje los políticos salidos de las aulas universitarias se entregaron al fácil y cómodo recurso de decirse simpatizantes del régimen de gobierno en turno, claudicando de sus ideales a nombre de un deleznable funcionarismo suscrito bajo la tenebrosa frase de César “El Tlacuache” Garizurieta: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, desplazando en los hechos al lema universitario de José Vasconcelos: “Por mi raza hablará el espíritu”. Lamentablemente se perdió toda una generación que por cuestiones históricas debió substituir a la del ’29, o dicho de otra manera, los jóvenes de mi época de estudiante no entendieron –o no quisieron entender- el compromiso contraído por ellos hacia la nación, encerrándose en los recursos del hombre mediocre entregado a perseguir empleos expectables y prerrogativas en la administración pública, inclusive indignamente, cuando les fue necesario. La fecundidad creadora de toda una generación murió servilmente en el altar de un régimen pos revolucionario, que no se entendió a sí mismo. Por aquellos días se hablaba en el extranjero del sistema político mexicano como de una organización misteriosa, casi como si fuese “la cosa nostra”. El escritor nacido en Perú, Mario Vargas Llosa, quien viviera varios años en nuestro país, dijo que “en México se había instaurado la dictadura perfecta”. La simulación electoral se perfeccionó a grados insospechables. Los candidatos a cargos de elección popular, apoyados por la maquinaria oficial, sabían de su triunfo anticipadamente y las jornadas electorales eran de tal manera meros simulacros. Naturalmente, el sindicalismo oficial y de claro corte entreguista daba su apoyo a los hombres del régimen para elevarlos a las máximas alturas del olimpo político. Los presidentes de la República eran dioses a los que nadie se atrevía a contradecir. Los gobernadores repetían en pequeño ese curioso mecanismo de endiosamiento y en las esferas políticas decirse diputado federal o senador era sinónimo de éxito en todos los órdenes.

Uno de mis más admirados maestros lo fue sin lugar a dudas don Luis Recasens Siches, investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Filosóficos y profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM; ex catedrático de la Universidad de Madrid; ex funcionario técnico de las divisiones de Derechos del Hombre y de Bienestar Social de las Naciones Unidas; profesor visitante de las más prestigiadas universidades como la de Tulane, la de Puerto Rico, Santiago de Chile, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro y otras. Era rubio, de corta estatura física y enorme talla intelectual, de ojos intensamente azules, siempre muy pulcro y bien vestido daba la impresión de haberse arreglado para ir a una fiesta y no a un salón de clases. Gustaba de los colores pastel para su ropa deportiva y aun para sus trajes y sus corbatas. Como buen español seseaba –aunque ligeramente- y se expresaba con absoluta limpieza y claridad, dándole a las palabras el énfasis adecuado y modulando agradablemente la voz para transmitir ideas y emociones. En resumen, era un tipo de atrayente personalidad, toda una celebridad, diría yo. Cuando se acercó el día del examen final de Sociología nos dijo a sus alumnos: “-Cada uno de ustedes sacará dos fichas y resolverá la que más le acomode. A continuación formularé una pregunta de calidad, ajena al fichero, sobre algún tópico de actualidad o sobre cuestiones de antaño, para conocer el buen juicio de vosotros”. Me iba en ocasiones al bosque de Chapultepec a estudiar con mi primo hermano Federico Emilio Serrano Figueroa, muchacho muy despierto y de criterio bastante maduro para su edad, otras veces iba a la casa de Carlos Barragán Capetillo y nos amanecía analizando el libro de texto del profesor Recasens Siches. Ya en los días de los exámenes orales a cada compañero le preguntaba: ¿Cómo te fue con la pregunta de calidad? A unos les pidió dar su opinión de la noticia internacional más destacada en los periódicos del día, a otros los interrogó a través de cuestiones del pasado, como por ejemplo: “-¿Qué juicio se formó usted de la política internacional de Harry S. Truman?”. En cuanto me tocó mi turno entré dispuesto a hablar con locuacidad para convencer al profesor de la solidez de mis conocimientos. Desarrollé con cierta facilidad una de las dos fichas obtenidas de la caja de madera finamente barnizada y esperé la pregunta de calidad. Sin levantar la vista de la lista de exámenes en donde hacía apuntes el maestro Recasens Siches dijo: “- ¿Qué me dice usted del medio de transporte?”. Empecé por hablar de cómo el invento de la rueda le permite al hombre valiéndose de las bestias de tiro desarrollar un medio de transporte ciertamente primitivo pero muy eficaz; hablé del motor de vapor y de su aprovechamiento para el transporte fluvial, marítimo y ferroviario, y cuando ya estaba yo en la era moderna disertando alrededor de los aviones y los trasatlánticos movidos con diesel, me paró en seco el profesor y mirándome a los ojos, espetó con una ligera sonrisa: “-Compañero, no lo estoy examinando, quiero saber si trae usted automóvil para pedirle un ‘aventón’ a mi casa”. Me extendió mi boleta de calificación con un bien ganado nueve y nos fuimos en mi coche allá por la calle de los Artistas de la Colonia Florida en las cercanías de la Avenida de los Insurgentes, en donde tenía su domicilio el mencionado catedrático, por ese entonces de unos sesenta y dos años de edad y matrimoniado con una joven ex alumna de él.

Le escuché interesantes disertaciones a don Luis Recasens de Filosofía del Derecho pero presenté examen en dicha materia con una inteligente profesora de nombre Yolanda Higareda Loyden, posteriormente integrante de mi sínodo profesional con otros cuatro profesores que citaré más adelante.

Continúa en la parte IV.


Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 17-09-2005
Última modificación: 09-04-2013


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