Halaban sin descanso el delantal que cada mañana al amanecer se colocaba sobre el vestido de diario, limpio, almidonado, oloroso a esos aromas que sólo en los campos parece se impregnan de la ropa tendida al sol en las cuerdas del patio.
Se guindaban de él y le gritaban mil cosas a la madre que cada mañana les preparaba el desayuno y cada comida del día a los tres pequeños que reían y se atropellaban por ser cada uno el primero y el único en los brazos alzados de mamá.
María, simplemente María se llamaba quien con ojos de luz intensa besaba a sus niños y los cobijaba en su regazo. Pedro, entraba a la cocina, imponente, con sus brazos musculosos y su piel curtida por el sol en las faenas del campo.
Un café y un poner orden al escándalo de los pequeños.
-¿Desayunas? Preparé unos huevos revueltos con tocino-, le pregunta María aquella mañana de Junio.
-No tengo hambre, tomo sólo el café y me voy, parece va a llover y tengo que levantar la empalizada que se cayó ayer con la estampida de los caballos- le responde Pedro, apurando el café y saliendo de prisa.
María lo mira alejarse con paso firme, las botas que calza va dejando a su paso las huellas de su andar, de su peso.
Los niños terminan de desayunar y cada cual toma su juguete o sus colores y sus papeles y colorean y se manchan con el arco iris que salta de sus pinturas de agua.
María, se va al lavandero, queda detrás de la casa, bajo un techo improvisado que cada día espera el arreglo final que siempre se retarda.
Lleva su cesta de ropa sucia.
En plena tarea siente una sombra detrás, se voltea riendo porque Pedro siempre la sorprende a hurtadillas y la besa en cuello asustándola de gozo.
Pero no era Pedro, era un hombre raro y extraño que habitaba desde hace poco al otro lado del río.
-¿Cómo amanece hoy la vecina más linda del lugar?- le pregunta dejándola sin habla por un momento.
-¿Qué hace usted aquí? – le increpa María y el hombre sin responder la toma por la cintura y la aprieta contra su pecho.
María se resiste, lucha, trata de gritar y pedir auxilio, pero el hombre la tiene maniatada y le impide abrir la boca. La sostiene con fuerza fiera y la viola.
Llega la tarde, los ojos de María parecen lunas de sombra, las manos crispadas amasan la harina, Pedro aparece y la mira y le dice –ahora sí estoy hambriento, me comería un elefante si pudiera –
María voltea, lo abraza y gime.
-¿Qué te pasa mujer?- ya sé, estás en esos días, ya lo sé, hay una manchita de sangre en tu vestido y no te has dado cuenta.
-¡Anda mujer!, ve a cambiarte, que los niños te verán y preguntarán si te cortaste.-
Y… María, alisa el delantal, arrugado, sucio, testigo de la violación, y se va cabizbaja a la habitación.
Pedro le pregunta al médico -¿qué le pasa a María?, ya no es la misma, está enferma, no habla, los niños dicen que se la pasa llorando. Yo no sé qué hacer ya.
Y el médico, hombre raro y extraño que vive al otro lado del río, le dice:
_No es nada hombre, ya se le pasará, son cosas de mujeres, ya, usted sabe-
Y… María, alisa y alisa su delantal manchado con las manitos de los niños que pintan casitas y caras sonrientes con acuarelas de arco iris.
Migdalia B. Mansilla R.
Septiembre 30 de 2004
(Cuento ganador del Primer Premio en el Cuarto Certamen Concurso Narrativa en www.misescritos.com.ar)
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