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Fiebre y gozo tenía la frente mía
en lo ignoto de lo dulce de mis días
y entonces hechizado
por los sublimes tiempos provincianos
mi amable corazón en sus contornos se encendía
como vela bendecida.
Eran días en las cumbres de delicias,
con la paz de las montañas a lo lejos
y los troncos y sus musgos
en las sombras infinitas
y la lluvia en el arroyo
y un reloj rumiando al tiempo
en lo alto del Palacio.
Mi abuela tejía rosarios
con sus voces magistrales
a la sombra del almendro
y yo libaba soledades;
mis maestros explicaban sentenciosos
los nocturnos del destino
y yo pateaba piedras
y las hiervas del camino.
La noche arruinaba mi deseo
de taladrar las planicies de la
horas y la ausencia del sol era
entonces mi aflicción más postinera.
Fiebre y gozo tenía la algarabía
de los tiempos juveniles que mirase
mi juventud cimera
y entonces percibía
el néctar del silencio
los rizos candorosos de mi novia
y el limbo del secreto de la tarde.
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